27 mayo 2012

PERSONAJES DE MORON:"LA MALAGUEÑA"



Perdió color y sabor la calle Ánimas y hasta todo Morón se apagó perdiendo la luz del día. Triste se quedó la cara del mercado y hasta el Cristo de la Compañía sufre a solas su melancolía. Ya en la casa del agua los libros rezuman lágrimas y las pétreas columnas de su fachada añoran sus buenos días.

Yo, amigo mío, que inconscientemente alimento los retazos de mis recuerdos con cada fragancia, con cada color y cada estampa, he tenido siempre en un rincón de mi memoria, los ricos aromas frutales y los deslumbrantes colores de frescos claveles de su tienda. Aún hoy me pasa, que al entrar en una frutería de barrio o pasear por algún viejo mercado, sus aromas me traen los recuerdos de aquel niño que iba por algún “mandaillo an c´a La Malagueña”. Ese niño que se quedaba embelesado con aquella andaluza morena que alegremente le saludaba y que entre chascarrillos de Marías le atendía con dulzura maternal.

Luego cuando fui un jovenzuelo, aún se acordaba de mí y me saludaba cuando pasaba por delante de sus cajas de frutas y cubos repletos de flores. -“Hasta luego niño”-, me decía.
La Malagueña, sonriente y alegre, tenía en la mirada grabada la vida y en sus manos de nervio la dureza del trabajo incansable y del salir adelante en tiempos difíciles, como sólo una mujer es capaz de hacer.

No hace mucho estando en Morón, emprendí uno de mis paseos, uno de esos que dedico a recargar la mente de imágenes de mi pueblo, dirigiendo los pasos hacia los alrededores de la plaza de abastos y pasé por la calle Ánimas, esperando encontrar un alegre “buenos días” o un “hasta luego niño”. Pero sólo encontré una calle desierta. Ya no había cajas de ricas frutas ni cubos con frescos claveles. Sólo había una reja echada de un local vacío y en el polvoriento cristal del escaparate, el reflejo de aquel niño que fui, mirando tras la reja



16 mayo 2012

TARDES DE AZOTEA

Estimado Pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios o a lo que sea.
Si existe algo por lo que cambio mi paseo de tarde primaveral sin ninguna pesadumbre es por la estancia tranquila, relajante, de una sentada en mi azotea. Allí la sola contemplación de lo cotidiano, la paz reinante y con la contribución inestimable de estos atardeceres del mes de floreal hacen que el tiempo se mida de otra manera, con otra parsimonia. Puedo, sin que el aburrimiento me cace, fijar durante horas la vista en las ruinas del castillo, observando su centuria de pinos viejos ante la sombra pétrea de la torre gorda. Me gusta desprenderme de calzados y sentir el calor acumulado en el barro del terrazo mientras las campanas de La Victoria van recordándome con su tañir de horas que la noche se acerca a robarle a la tarde su luz encarnada. Las últimas abejas se afanan en quitarle al pequeño limonero su tesoro de azahar. Golondrinas, gorriones y estorninos retornan alocados a sus mansiones arbóreas en el corazón de La Carrera mientras un palomo en celo arrulla sobre un tejado cargado de jaramagos. Las malvas vestidas de faralaes se enseñoran para hacerle el pasillo a una gata tuerta que se relame y me mira sin comprender mi quietud. Al girar la vista vislumbro en la corta lejanía la serrana Montejil, con sus llagas calizas al viento y tornándose azulada ante los últimos rayos de sol. Un pequeño lucero en La Atalaya y el repiqueteo de la novena marcan la hora de dejar este remanso de paz cuasi divino y bajar a lo cotidiano con el espíritu relajado y la mente tranquila.
Atentamente;

El niño Gilena