26 enero 2018

Tras los pasos perdidos. (Cavilaciones en mi azotea)




 Salí a la mañana fría buscando los pasos perdidos, aquellos que tantas veces diera. Buscando saborear  de nuevo los paseos que un día me llevaron por tantos rincones de mi pueblo.
Y así, con la única compañía de mis pensamientos y recuerdos, fui remontando calles y bajando escaleretas, salvando adoquines y aceras y doblando esquinas centenarias. Me asomé a callejones y callejas, esperando ver  como si se pudiera, en cada blanca pared la sombra de un joven que derrama, pisada tras pisada, sueños, ilusión y juventud.
Con ánimo de encontrar puertas y balcones que de mi memoria manan, me eché la mochila a la espalda. En ella, papel, tinta y agua fresca. Qué más puede necesitar el que con afán se lanza a la búsqueda pausada de sosiego y paz en el alma.
Con la tranquilidad del que ya no tiene prisa, recorrí del milenario castillo sus laderas y me acerqué a visitar aquel gallo desplumado que corre y cacarea, eternamente atrapado en su pedestal. Qué hermosa se ve la campiña desde aquí, cuanta quietud en esta mañana limpia y clara.
Me despedí del picudo moronero con pena y tocándome el ala de un imaginario sombrero, envidiándole tan privilegiada atalaya. Quién le iba a decir a él, que por mucho que corriese y huyera, se quedaría anclado aquí para siempre, perpetuándose en el pueblo más que cualquiera de los que aquí nacimos.
Con estas cavilaciones y media sonrisa socarrona en los labios, bajé como el que sigue un arroyo hasta las puertas de San Miguel, a sentarme en sus gradas desde donde mirar el ajetreo que más abajo se adivina, allí en la que fue la plaza de la Libertad.
Y cuando de estar sentado ya me había aburrido, me levanté y me fui, tan solo como cuando había salido, sabiendo que no hay sombras que perseguir ni pasos que añorar, que cada mañana es nueva y única y que cada calle está tan viva como las que antaño pisé.