Estimado
Pueblo:
Espero
que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios
gracias.
Andaba
yo el otro día trasteando entre papelotes antiguos de los que se
miran de tarde en tarde cuando dí con un documento acreditativo de
titularidad de socio del casino mercantil del año mil novecientos
trece. Éste pertenecía a un familiar mío del siglo XIX, que siendo
militar y participando en mala fortuna en las guerras de ultramar
tuvo su retiro y última morada en estos lares de aruncitanas
tierras, pero eso es otra historia que ya aclararemos un día. La
cuestión es que empecé a recordar lo que para mí ha sido el casino
mercantil, o “el casino”, como vulgarmente se le conoce, pues no
le hace falta apellido para saber a qué nos referimos.
Recuerdo
en mi niñez ese edificio grande y misterioso para los niños, pues
en la niñez todo parece más grande y la prohibición de “no
entrar niños” lo hacía misterioso, ese edificio con gradas
exteriores de veladores, donde unos señores ya mayores en casi su
totalidad se dignaban a mirar a los transeuntes entre lecturas de ABC
y la hoja del lunes, con sus pantalones de paño fino y sus botas de
media caña, lustradas a mano por un pequeño hombrecillo de mas años
que kilos que siempre daba conversación mientras realizaba su
encuclillado menester con servilismo propio de otros tiempos.
Recuerdo
que de las pocas veces que llegué a entrar, una de las cosas que me
fascinaba era su magnífica radio que presidia el salón central,
donde se podía visualizar en su dial los nombres de capitales tales
como París, Londres, Moscú o Rabat. Ya esto me hacía soñar con
una de las aficiones que conservo hasta hoy.
Otro
de los grandes placeres era traspasar su puerta giratoria, la cual me
hacía soñar con un carrusel imaginario que me transportaba a un
mundo inaccesible para los de mi edad y me deleitaba al contemplar
los motivos alegóricos de los frescos que decoraban sus techos.
Años
mas tarde, cuando los señores abuelos y pelantrines dejaron de otear
el decumanum máximo del Pozo Nuevo, una nueva generación de los
entonces llamados “fachillas” y con posterioridad “pijos” se
apropió de sus dependencias pero estos en vez de dejarse ver por la
principal de las fachadas preferían la trasera puerta que estaba mas
cerca del ambigú y de los sanwiches de pollo y cochinito del “Tu
Rincón”.
Memorables
fueron las fiestas de Navidad y su caseta de feria, donde aparte de
exigir las mejores etiquetas en el vestir que no en el comportamiento
se podía bailar hasta altas horas de la mañana con “Castilla y
sus muchachos” y, posteriormente, con los popurris de “los
Montanas”.
Hoy
en día, aunque la casona sigue teniendo su porte aristocrático, ya
no trashuma esa esencia de señorío ni de pijez, digamos que se ha
democratizado y la antigua sala capitular donde se hicieron tratos,
se vendieron magníficas fincas y se charlaba sobre los beneficios de
la 80 Camacho es hoy mas taberna que restaurante, donde puedes
degustar unos dudosos manjares por unos mas que dudosos agradables
camareros.
En
fin, nunca pude ni quise ser socio de lo que representaba pero sí en
un tiempo estuve enamorado de esa sala, esa puerta y esa radio que
recuerdo desde mi niñez.
Atentamente;
El
niño Gilena