Salí a la mañana
fría buscando los pasos perdidos, aquellos que tantas veces diera. Buscando
saborear de nuevo los paseos que un día
me llevaron por tantos rincones de mi pueblo.
Y así, con
la única compañía de mis pensamientos y recuerdos, fui remontando calles y
bajando escaleretas, salvando adoquines y aceras y doblando esquinas
centenarias. Me asomé a callejones y callejas, esperando ver como si se pudiera, en cada blanca pared la
sombra de un joven que derrama, pisada tras pisada, sueños, ilusión y juventud.
Con ánimo de
encontrar puertas y balcones que de mi memoria manan, me eché la mochila a la
espalda. En ella, papel, tinta y agua fresca. Qué más puede necesitar el que
con afán se lanza a la búsqueda pausada de sosiego y paz en el alma.
Con la tranquilidad
del que ya no tiene prisa, recorrí del milenario castillo sus laderas y me
acerqué a visitar aquel gallo desplumado que corre y cacarea, eternamente
atrapado en su pedestal. Qué hermosa se ve la campiña desde aquí, cuanta
quietud en esta mañana limpia y clara.
Me despedí
del picudo moronero con pena y tocándome el ala de un imaginario sombrero, envidiándole
tan privilegiada atalaya. Quién le iba a
decir a él, que por mucho que corriese y huyera, se quedaría anclado aquí para
siempre, perpetuándose en el pueblo más que cualquiera de los que aquí nacimos.
Con estas
cavilaciones y media sonrisa socarrona en los labios, bajé como el que sigue un
arroyo hasta las puertas de San Miguel, a sentarme en sus gradas desde donde
mirar el ajetreo que más abajo se adivina, allí en la que fue la plaza de la
Libertad.
Y cuando de
estar sentado ya me había aburrido, me levanté y me fui, tan solo como cuando
había salido, sabiendo que no hay sombras que perseguir ni pasos que añorar, que
cada mañana es nueva y única y que cada calle está tan viva como las que antaño
pisé.