Cavilaciones en mi azotea.
Guardo con gran cariño un viejo libro de
piratas, qué una vecina me regaló por mi primera comunión. Es un precioso
ejemplar de “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson, de la editorial
AFHA. Es una edición en versión comic con maravillosos dibujos en acuarela y
plumilla. Está algo ajado, sin lomo y con la tapa pegada con cello que le puse
allá por los 80, pero tiene un gran encanto y es para mí un tesoro inigualable
pues es como conservar un retazo de aquel niño que fui.
Ahora se lo suelo enseñar a mi hijo, qué
como no sabe leer, le gusta ver los dibujos con tanto colorido y cien veces lo
he repaso con él. Muchas veces le he contado quien era joven Jim Hawkings, qué
se hizo amigo de un pirata cojo y con loro, John Silver el largo en un
increíble viaje en busca del tesoro del capitán Flint. Sin olvidar a tantos
personajes que viven esta gran aventura.
No hace mucho, una noche antes de dormir,
cuando revivíamos el viaje a la isla del tesoro, mi pequeño se fijó que en la
primera página del libro, aquella en la
que se presenta el título en letras góticas, había algo escrito con caligrafía
escolar y bolígrafo de color verde, casi desaparecido por el paso de los años.
-¿Qué pone aquí “aita”?, me preguntó
curioso.
-Ahí está escrito el nombre del niño al que
perteneció este libro.
-¿Y cómo se llamaba?, volvió a preguntar.
Yo leí despacio y separando las silabas,
Francisco Javier Reina Salas. En seguida se puso a reír mientras decía, -anda
se llamaba como tú.
-Sí, se llamaba igual.
-¿Y dónde está?
Mientras reía, le dije que no lo sabía, aunque lo que quise decirle es que aquel niño se fue para no volver jamás. Se perdió en algún recodo del camino, en alguna isla de piratas y tesoros soñados.
Mientras reía, le dije que no lo sabía, aunque lo que quise decirle es que aquel niño se fue para no volver jamás. Se perdió en algún recodo del camino, en alguna isla de piratas y tesoros soñados.