Estimado Pueblo:
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios
gracias.
Saliendo de los abriles y entrando en el mes de María, como decía mi
querida “agüela” Pepa, venía a darse un común denominador en toda la chiquillería.
Y es que, en el momento que los morales se cubrían de verde manto, como cantaban
los románticos, unos huevecillos negros de tamaño de porretilla de alfiler que
esperaban en la alacena desde el verano pasado, iban tornándose en lombricillas
alegres que al son de comerse todos los dias su peso en hojas, se iban
convirtiendo alegremente en “gusanitos de seda”, como eran conocidos por todo
el que hoy tenga medio siglo o más.
Durante aproximadamente un mes, cualquiera de nosotros, nosotras y (bueno…
dejémoslo ahí, que de esto ya hablaremos otro día) cuidaba de su ganadería para
ver quién ponía antes rollizos a sus ejemplares, para que laboriosamente
empezasen a realizar unos amarillentos capullos de hilos trenzados donde
esconderse y trasmutar en una gordoncha palomita de blancas alas que para poco
le servían, pues en mi corta vida de niñez jamás vi un gusano de seda volar,
eso sí, parir lo que se dice parir, me ponían la caja de los Tórtolas
(zapatillas de deporte parecida a las Nike americanas pero en plan pobre) hasta
arriba, y así, a esperar que otra nueva primavera llegase, o más bien, que los
años se comiesen esa maravillosa época llamada niñez y comenzase otra un
poquito más complicada llamada pubertad.
O ¿es que alguien de los lectores se acuerda cuál fue la última vez que
tuvo gusanos de seda?
“SEMOS VIEJOS” (como diría uno que yo
se me).
Atentamente;
El niño gilena.