Estimado Pueblo:
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios
gracias.
Andaba yo en charla con mi madre este pasado domingo, tratando temas banales,
cuando una frase de mi progenitora hizo despertar recuerdos de un pasado ya
lejano. Y es que ese “Jesusito…qué sola estoy” trajo a mi memoria aquellos
tiempos donde mi casa era un trasiego de invitados que, por una u otra razón, daban
charla, compaña o molestia las menos veces, en aquellos días del cuplé. Me
explico:
En una semana normal era corriente que diariamente el lechero pasara largo
adentro a dejar los dos litros y medio que nos trágabamos a diario. Por otra
parte, el panadero no podía faltar a su cita diaria de dos bollos, una media
boba y un paquete de rosquitos para mi abuela. No tan de diario pero sí una vez
por semana, “la Recio” con su seiscientos último modelo aparcaba de aquella
manera, medio en la acera medio en la calle, y entraba bramando el nombre de mi
abuela para ponerle la inyección de yo no sé qué. Algún día al llegar del
colegio también me encontraba algún vendedor de libros, tomándose una cervecita
que mi madre le había puesto, mientras largaba las bondades de la enciclopedia
que quería endiñarnos, sin saber que lo que verdaderamente importaba a mi madre
era si quedaba bonita en el mueble bar. Los viernes era para la del AVON, que
anteriormente había dejado una revistilla llena de pinturuchas y potingues y ahora
explicaba a mi madre lo guapa que estaría pintándose un lunar con este lápiz o
dándose coloretes de esta u otra manera. Cada dos semanas un “pobre”, como
decía mi abuela, recorría casa sí casa también, pidiendo la voluntad para los
seis chiquillos que tenía de una señora de La Puebla de Cazalla. Los jueves,
Antoñita “la menuita” traía la capillita salesiana de María Auxiliadora, la
cual permanecía en mi casa dos o tres días entre velitas y palmatorias. Si llovía
no faltaba alguna vecina que viniese a hacer leche frita, poleá o pestiños,
mientras departía con mi madre las buenas nuevas de la calle. Los sábados por
la tarde una monja de Las Filipensas, de nombre Salud y más seria que “el Viti”
venía a echar un ratito con mi abuela Pepa y a meterse dos rosarios como Dios
manda entre pecho y espalda. Los domingos por la mañana mi abuelo, Manuel Vázquez,
cumplía con su tempranera visita a sabiendas que mi madre le regalaría copilla
y media en el mismo vaso de Castellana dulce. Raro era el día que mi madre no era
acompañada a la hora de la radionovela Lucecita con cualquiera de sus
compañeras de calle, mientras traillaban entre agujas de punto o croché.
En fin, que ahora haciendo memoria entiendo a mi madre en eso de “Jesusito,
estoy tan sola…”
Atentamente,
El niño gilena.
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