Estimado
Pueblo:
Espero
que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios gracias.
Andaba
yo sentado en un banquito que me he fabricado de manera más o menos chapucera (ya
sabemos que yo de bricolaje lo justo…pa enroscá una bombilla), cuando el
solecito de primavera, el humo del cigarrillo y el olor del campo en flor,
produjo en mis escurrías carnes un repeluco de gustillo, de esos que sentía uno
en esos tiempos de aquellos locos ochenta, donde, con papel, tabaco, mechero y alguna
que otra bellotita de añaduría (como diría Cervantes), se te quedaba una
sonrisa de medio lao y una relajación pastosa y gustosa que, asistida con la
compañía de….bueno… ya sabemos quiénes, hacían del más mínimo chiste la burla más
absurda o la mueca más tonta, un coro de risas de la de llanto correoso que
acababa con alguno tosiendo y diciendo “para, que lo echo to”.
Echando
la vista atrás, recuerdo que toda esta parafernalia tenía su protocolo. Me
explico:
Primero,
había que tener mechero de los “reonditos”, de esos que le sacas el chisquero
para “apetacá” la mezcla. Por supuesto, tabaco rubio, Boyere ¡qué papel! no
podía faltar.
Lo
esencial, una pasta entre marrón y amarilla que los más puestos sabían
clasificar entre polen, aceitito, “esta es buena”, o “eso no vale ná”. La
boquilla se sacaba normalmente de la solapera de la cajetilla de tabaco.
Total,
que el aliño empezaba quemando la susodicha pelotilla o, más bien, calentándola
hasta que se pudiese amasar como una barrita de “plastiquina” y se mezclaba con
los hilillos de tabaco que se habían desmontao del fortuna.
Una
vez puesto en el papelito, con su boquilla y su lametazo lengüetero de cierre,
empezaban las leyes de Tagua, que son las siguientes:
1º El
que lo hace lo enciende
2º
Dejarle alguna pelotita sin desgranar pa que picara un poquito
3º No
calentarlo
4º Ir
preguntando cuando esta por la mitad ¿HAGO OTRO?
Total,
que una vez saciada el ansia fumadera, empezaban las chanzas, las galgas correderas,
las andanzas de TAO-TAO, la “crin de edado”, o el “a mí no me pega ni mi padre”,
lo que hacía el deleite de la concurrencia.
Pero
con lo que me quedo es con la sensación de amistad, de alegría y hermanamiento
de la concurrencia.
En
fin, por si algún día María, Daia, Oier, Diego, Irene o Alonso leyeran esta
humilde charlotada de historias de juventud, comentarles que sí, que a algunos
de sus padres les gustaban los porritos como a los chivos la leche.
Atentamente;
El niño
Gilena.