Estimado pueblo.
Espero que al recibir la presente te
encuentres bien. Yo a bien gracias.
El pueblo se queda quieto en la hora
larga de la siesta, y los chiquillos, rebeldes a la calma del calor, se van cementerio
abajo , entre olivares donde cantan las chicharras. Llevan las cañas al hombro
en fila desigual como quien lleva un sueño, y las talegas medio vacías, pero
con el hueco abierto a la esperanza de la tarde. Caminar es ya parte de la
aventura: sudar juntos, beber buchitos de agua tibia de la cantimplora, dejar
que la tarde los invite a vivir la infancia.
La charca de la Arcilla los espera con su
agua parada y sus zapateros haciendo piruetas entre juncos y “ranos” que rompen
el espejo del agua, el aire huele a barro a tomillo seco a hinojo y polvo de “verea”.
Clavan las cañas en la tierra blanda,
atan los anzuelos con manos torpes y seguras, y empiezan a esperar, pescan
barbos y carpas mientras la tarde se estira entre charlas de amigotes, hablan a
media voz, tiran piedras pequeñas que saltan sobre el agua, compiten en ver
quién lanza más lejos, quién engaña mejor a los peces. A veces no importa la
pesca, sino el rumor del agua en la orilla, el chasquido del anzuelo, la
paciencia que les crece mientras fuman sus primeros Ducados.
El sol cae, pesado, y sin embargo ligero,
porque en esos instantes no pesa el pasar de la vida.
Regresan cuando el reloj de ayuntamiento
canta las nueve, cuando ya las vecinas van sacando las sillas de enea a la
puerta y baldean la acera con agua fresca de pozo. Con los bolsillos llenos de
piedras y risas, con las manos oliendo a agua estancada y a infancia. Y el
pueblo, de nuevo, los recibe bajo las farolas tímidas, sabiendo ,como sabe el
campo viejo, que esas tardes de pesca son semillas de memoria, porque, cuando
la vida los haga viejos, recordarán, la orilla verde, las libélulas, el canto
de la chicharra, y aquel primer barbo que hizo saltar su corazón.
Atentamente;
El niño Gilena
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