Estimado Pueblo:
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios.
Esta mañana, al ir a realizar mi paseo vespertino por los pagos de La Alameda, quedé fijándome en un mozalbete sentado en un banco, supongo que a la espera del coche de línea que lo traspusiera hacia la capital. Al pasar a su lado lancé el siempre compuesto “güenos días” al cual el mentado contestó sin quitar los ojos de una maquinita o teléfono de estos modernos donde inviertes, gastas o malgastas tiempos de aburrimientos o momentos sin distracción. Pensando en esto vinieron a mi memoria aquellos tiempos donde los de mi quinta empezamos a dejar de lado trompos, canicas y balones de reglamento, y fue creándose un nuevo divertimento con el que distraernos en horas de asueto.
Y es que nuestra generación ha sido la primera que dio el salto de los juegos, llamemosles mecánicos, a los también llamemosles electrónicos. Quién no recuerda aquellas primeras máquinas alojadas en bares y tabernas donde, por el módico precio (visto desde ahora) de un duro, dos líneas y un palito enfrentaban a los mejores amigos a un desafió de tenis con mucha imaginación. Y cuántas alcancías se comieron aquellos marcianitos de la playa, mientras te hacías un hueco en los mas diestros de la palanquita y el botón. Cuántos cates y horas lectivas se llevaron las maquinitas de Los Cuatro Caminos y el Tetris de La Carreta. Pero el sumun y coliseo de los electrónicos engendros siempre fue el salón recreativo, unas veces alojado en la calle Utrera y otra, y esta la más duradera, en el Pozo Nuevo, a imagen de los antiguos salones del más añejo Far West. Lo más granado de la sociedad juvenil hallábase siempre de guardia o como mero espectador ante la embrujadora pantallita, perdiendo las moneditas de cinco duros o ideando la fórmula de que la partida fuese más barata, ya fuese con arandelas del 0,5 rodeando un durillo de los de Franco o apagando la alimentación de la máquina y quejándose al encargado de una falta de fluido ocasional.
La verdad es que allí se crearon grandes adalides, seguidos y reverenciados por los miradores sin recursos, observando cómo por el precio de una partida estaban casi una hora matando muertos del Gost and Goblins, o apretujando fantasmitas con bolas de nieve.
En fin, te comento esto pues cuando ahora decimos “hay que ve los niños de ahora con los móviles y las maquinitas” debemos recordar los niños de antes, cuando pasábamos las tardes muertas entre echar una partida al comando o jugarnos la cara virtual al Estret Figter. Cosas de viejos, como le digo a mi compadre Paco.
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios.
Esta mañana, al ir a realizar mi paseo vespertino por los pagos de La Alameda, quedé fijándome en un mozalbete sentado en un banco, supongo que a la espera del coche de línea que lo traspusiera hacia la capital. Al pasar a su lado lancé el siempre compuesto “güenos días” al cual el mentado contestó sin quitar los ojos de una maquinita o teléfono de estos modernos donde inviertes, gastas o malgastas tiempos de aburrimientos o momentos sin distracción. Pensando en esto vinieron a mi memoria aquellos tiempos donde los de mi quinta empezamos a dejar de lado trompos, canicas y balones de reglamento, y fue creándose un nuevo divertimento con el que distraernos en horas de asueto.
Y es que nuestra generación ha sido la primera que dio el salto de los juegos, llamemosles mecánicos, a los también llamemosles electrónicos. Quién no recuerda aquellas primeras máquinas alojadas en bares y tabernas donde, por el módico precio (visto desde ahora) de un duro, dos líneas y un palito enfrentaban a los mejores amigos a un desafió de tenis con mucha imaginación. Y cuántas alcancías se comieron aquellos marcianitos de la playa, mientras te hacías un hueco en los mas diestros de la palanquita y el botón. Cuántos cates y horas lectivas se llevaron las maquinitas de Los Cuatro Caminos y el Tetris de La Carreta. Pero el sumun y coliseo de los electrónicos engendros siempre fue el salón recreativo, unas veces alojado en la calle Utrera y otra, y esta la más duradera, en el Pozo Nuevo, a imagen de los antiguos salones del más añejo Far West. Lo más granado de la sociedad juvenil hallábase siempre de guardia o como mero espectador ante la embrujadora pantallita, perdiendo las moneditas de cinco duros o ideando la fórmula de que la partida fuese más barata, ya fuese con arandelas del 0,5 rodeando un durillo de los de Franco o apagando la alimentación de la máquina y quejándose al encargado de una falta de fluido ocasional.
La verdad es que allí se crearon grandes adalides, seguidos y reverenciados por los miradores sin recursos, observando cómo por el precio de una partida estaban casi una hora matando muertos del Gost and Goblins, o apretujando fantasmitas con bolas de nieve.
En fin, te comento esto pues cuando ahora decimos “hay que ve los niños de ahora con los móviles y las maquinitas” debemos recordar los niños de antes, cuando pasábamos las tardes muertas entre echar una partida al comando o jugarnos la cara virtual al Estret Figter. Cosas de viejos, como le digo a mi compadre Paco.
Atentamente;
El niño Gilena
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