Estimado Pueblo:
Espero que al recibir la presente
te encuentres bien, yo bien, gracias a Dios.
Encuentrome en ese lugar de la
vida donde el tiempo camina con un paso presto y corto de pausas, donde los
momentos buenos son un “yo hice” en vez de un “yo haré”, un “yo conocí” en vez de “conoceré” y un “fui” en vez de un “iré”. En ese tiempo donde empiezas a echar de menos lo
que antes tenias por cotidiano, donde los seguidores de Hipócrates empiezan a racionar
tu libre albedrio quitando y poniendo manjares, salazones y endulces para
intentar, casi siempre sin resultado, equiparar este corto paseo a la añada de Matusalén.
Pues estando repasando las
prohibiciones perjudiciales que los hijos de Asclepio habían tomado a bien
recomendarme, empecé a entristecerme al comprobar que una de las condiciones
sin et cuan non era el desprenderme de mi viejo y servicial amigo: el puchero.
El puchero que me ha acompañado
desde que la razón me alumbra, puchero que me sirvió de nodriza para marcar
esas rollizas arrobas de mi niñez, puchero que
me saludaba a la vuelta del colegio, y posteriormente del trabajo, con
un trino de tren viejo en anuncio de una pitanza de primera. Y es que el puchero, a fe mía, debería
de considerarse manjar de manjares, puesto que marida con carnes de puerco, vaca
o corral, palomo, perdiz o pato, garbanza, zanahoria y papa, col, cardo o
acelga y, sobre todo, con tocino, sí, señor, eso hoy tan prohibido por los
médicos y tan repudiado por señoras que desean esbelta figura.
El tocino siempre fue el flan del
pobre, que en vez de cuchara se arremetía con un trozo de pan duro o blando,
negro o blanco, para ayudar a engrasar las tragaderas, en espera de las carnes
que crearon la alquimia de ese sabor tan característico y que todos tenemos
gravado en el centro de las entendederas.
Tan buen amigo es el puchero que
sigue siendo fiel al día siguiente y te diría que aun mejor que en el día corriente.
Es tan generoso que está dispuesto a tornar en sopa de fideos o arroces, en
sopas de picadillo o en los caldos más variados y que en perdiendo frescor su pringá
se torna en croquetillas deliciosas o en ropa vieja para matar de nuevo el
gusanillo.
Muchas veces puede volverse
presumido perfumándose en sus esencias con lo más granado del fino de Jerez o
con un sutil toque a hierbabuena y, hasta si desea cambiar su color, tiñéndose
de amarillo huevo el espejo del plato.
Me parece mentira que algo tan
delicioso, bonito y entrañable pueda producir algún mal en esta hechura que Dios
me ha dado.
En fin, después de recapacitar
sobre lo dicho, mejor acortar la existencia algunos años y no perder este amigo
que me sigue desde la niñez y que tantos buenos momentos hemos compartido
juntos.
He dicho.
El niño gilena
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