Estimado
Pueblo:
Espero
que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios
gracias.
Hoy,
quiero remontarme a aquellos años donde el aire acondicionado
brillaba por su ausencia y las únicas armas para derrotar el calor
eran los abanicos, el ventilador o el búcaro fresquito porque, claro
está, nunca nadie ha tenido un búcaro calentito.
Pues
eso, aquellos días donde el lorenzo ponía el mercurio por encima de
los 40 y el recalentón recocía tarde, noche y madrugada, la familia
decidía, después de su tertulia de silla de enea y sardiné en la
boca del zaguán, pasar lo que quedaba de noche utilizando la azotea
como dormitorio improvisado donde abuelos, padres y nietos tuvieran
por techo el cielo y por lecho un colchoncillo viejo, una manta
paduana o una esponja grande con una sabanilla por encima.
En
ese momento la noche se volvía mágica, alguien nos contaba dónde
estaba la osa mayor, algunos contábamos estrellas, otros queríamos
intentar ver la desfigurada cara de la luna, todo ello mientras, de
fondo, el maullido de un gato en celo o el cuchicheo de las últimas
reuniones de la calle hacían de banda sonora a aquellas maravillosas
y calurosas noches de olor a jazmines y damas de noche.
De
pronto, alguien siempre decía “he visto una estrella fugaz, he
visto una estrella fugaz”, lo que hacía que nosotros, los
chiquillos, nos quedásemos ojo avizor por cazar aunque fuera
visualmente alguno de aquellos prodigios, sobre todo después de que
alguien dijera que inmediatamente de verla pensara un deseo, que este
se cumpliría. Todavía, después de tanto tiempo, llevo esperando el
jeep de los geyperman, sería que no la ví bien, bueno…seguiremos
esperando.
La
noche continuaba entre un “callarse niños” y algunos ronquidos
que empezaban a competir con cualquier ruido de la calle, las farolas
se apagaban, con lo que las cazadoras lagartijas se retiraban también
a un merecido descanso. Aun recuerdo cómo con una pila de petaca y
una bombillita pegada con cinta aislante hacía de improvisada
lámpara para releer mi TBO de Pepe gotera y Otilio, mientras mi
abuela me decía que apagase eso ya...”que como se despierte tu
padre veras”. Y así, entre vuelta y revuelta, la luz del amanecer
descorría la capa de la noche y todos amanecíamos tapados hasta las
orejas con alguna sabanilla o algún cobertor viejo que anduviera por
el “soberao”.
Haciendo
de despertador teníamos a las madrugadoras vecinas que regaban sus
puertas esparciendo agua con las manos desde sus cubos de lata y,
entre “buenos días” y un olorcillo a pan recién cocido de la
cercana tahona de Macias, la calurosa noche ya estaba echada atrás.
Atentamente;
El
niño Gilena
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