Mis veranos de E.G.B.
Para mí, que durante gran parte de mi época escolar fui bastante mal estudiante, el verano traía connotaciones de estudio, vuelta a los libros y de levantarse temprano para ir a clases particulares. Aquellas clases que eran impartidas por algún joven conocido del barrio, qué había estudiado magisterio o cualquier otra carrerita, pero que no profesaba en colegio alguno o que no le salía mejor forma de ganarse algún dinero.
Solía comenzar mi odisea de estudiante estival allá por
mediados del mes de julio, se extendía por todo agosto y llegaba hasta
septiembre, época en que llegaban los temidos exámenes de recuperación de la
E.G.B.
Y así era como se me veía en aquellas mañanas de verano,
vestido de pantalón corto y zapatillas de lona azul, deambular con mi mochila
escolar por la barriada de La Paz o por la Alameda, dirigiéndome a casa del
profe de turno. Tempranito, con la fresquita de la mañana veraniega, dando
patadas a alguna piedra o espantando saltamontes y bostezando el sueño
interrumpido.
Aquellos profesores jóvenes, a los que aún hoy recuerdo hasta
con nostalgia, impartían clases para intentar recuperar en mes y medio todo
aquello que no habíamos estudiado durante todo el curso y con frecuencia lo
conseguían.
Largas mañanas repasando matemáticas y lenguaje en la mesa del
salón o intentando entender aquellos extraños problemas de trenes que se
encontraban o pollos y manzanas. Sentado junto otros niños del barrio que nos encontrábamos
en la casa del profe como si fuera una prolongación del aula del colegio o como
si el curso no hubiese terminado nunca.
Que veranos aquellos amigo mío, cuando mi mayor anhelo era
acabar aquellas horas de sacrificio interminables para enseguida salir
corriendo a dejar la cartera y lanzarme a la calle a jugar o las canteras de
fajardo a vivir mil aventuras imaginadas.
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