Estimado Pueblo:
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios
gracias.
Desde hace algún tiempo hacia acá, vengo fijándome en los grupos de
nostálgicos que pasean las calles los domingos y fiestas de guardar con Vespas,
Lambretas y demás artilugios motorizados, con el simple motivo de rememorar
aquellos tiempos donde todo discurría más lentamente y podías disfrutar del
paisaje y el paisanaje a lomos de este italiano invento. Esto trajo a mi mente
memorables recuerdos de aquellas frías mañanas y aquellas tardes de primavera
donde mi amigo Paco, siempre tarde como es menester, enjaezaba su motorizado
corcel y allí que nos disponíamos cual antiguos templarios, en el mismo jumento,
a recorrer carriles y veredas en pos de algún cortijo en desuso, un “cerrete”
interesante o alguna casilla “arrumbiá” que mereciese la pena escurcar. Grandes
tardes y frías mañanas en pos de la libertad que da el sentir el viento en la
cara y media sonrisa en el rostro al sabernos libres de buscar y rebuscar dónde
salía un camino, qué monte podíamos subir o qué nos depararía detrás de la
cercana dehesa. Claro, todo ello después de realizar la liturgia del arranque.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17 y hasta 18 retorcidas
de oreja para que la sangre fluyera por sus venas de plástico y metal. Después,
tres o cuatro coces y para acabar un rempujón calle Jerez abajo, eso sí, sin
que nos viera nadie, que, hombre… corte ya nos daba…
En fin, que así pasaron incontables experiencias quijotescas, recorridos
por pueblos de cuyo nombre no puedo, aunque quiero, acordarme, charlas con
paisanos sobre criaderos de piedras redondas, saludos corteses a cabreros y
jornaleros y mil y una preguntas de por dónde se llega o se va a ningún lado
que no fuera otro que disfrutar un largo y gratificante paseo con la reserva
como final de trayecto.
Así de simple es la felicidad para aquellos que, como nosotros, disfrutamos
de recorrer un horizonte cercano cargados con ilusión, amistad y por qué no, algún
pedacillo de queso viejo, una lata de más caballa que melva y un puñado de
aceitunas prietas aliñadas como Dios manda.
Cuántos kilómetros de felicidad, aunque la gasolina algunas veces no
estuviera de nuestra parte, o aunque la bujía se negara a dar ese chispazo
bendito que nos hiciera ir de oca en oca.
Por eso, cuando veo a esos nostálgicos recorrer con sus vetustos artilugios
avenidas y callejones, entiendo perfectamente la añoranza que produce montar
ese amistoso corcel.
Atentamente,
El niño gilena.