22 octubre 2025

EL REGRESO

 

Estimado pueblo.

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo no me quejo.

 

Vuelven cada año, como los zorzales que buscan los viejos olivares, los hijos ausentes del pueblo. Llegan con las maletas llenas de regalos y de prisas, con el alma un poco cansada del ruido de la ciudad y los calendarios sin pausas.

Y apenas entran en la carrera, el aire cambia. Huele a pan reciente, a albahaca, a ese tiempo detenido que sólo el recuerdo sabe mantener vivo.

Ahí está la Torre de la Victoria, erguida, serena, como un familiar que los ve volver desde lejos. No hay piedra más fiel que la suya: guarda el eco de las campanas, el vuelo de la cigüeña, el reflejo del sol lento de otoño. Frente a ella, los que regresan sienten una mezcla de orgullo y de pena, porque saben que la torre no envejece como ellos, sino que permanece, inmutable, sobre sus vidas que se alejan.

Luego viene el rito pequeño, necesario: la cervecita en Retamares, donde siempre hay alguien que los reconoce. Allí las palabras fluyen despacio, y el sol se queda más tiempo sobre las mesas de hierro. Se habla del pasado como si aún estuviera en la esquina: de los veranos interminables, de la lluvia que no viene, del último que se ha muerto y del próximo que nacerá.

Y al caer la tarde, cuando el aire empieza a oler a adelfa y naranja agria, llega la cena con los de casa. Las tagarninas esparragas, rojas y humeante, los devuelve de golpe a la infancia. En cada cucharada sienten la voz de la abuela, el rumor de la ciscada, las risas mezcladas con el canto de los grillos. Ningún manjar del mundo por caro que sea les sabe igual.

Sin embargo, mientras saborean esa quietud, saben también que ya no pertenecen del todo. Han aprendido a vivir lejos: en la ciudad donde el trabajo los llama, donde los hijos estudian, donde hay cines, teatros y luces que nunca se apagan. Allí también hay hogar, hay rutina, hay cariño. Pero falta este aire limpio, esta lentitud que parece rezar.

Cada año el pueblo se les queda un poco más distante, y, paradójicamente, más querido. Porque el tiempo no borra los lugares amados: los vuelve más hondos, más necesarios.

Cuando parten otra vez, tras el último adiós en el zaguán, sienten que no dejan atrás un sitio, sino una parte de su alma que se queda esperando, sentada a la sombra de la torre, junto a una mesa vacía en Retamares, con un plato de tagarninas aún caliente sobre la mesa, y la deuda de una charla con los amigos.

Atentamente;

El niño Gilena

06 octubre 2025

SONETO DE LAS ACEITUNAS PARTIAS

 

Parte la abuela Ana en parda loza dura
la oliva mora, espejo de la aurora;
de blanca sal la viste y la decora,
y el zumo avinagrado la procura.

 
Pimiento rojo tiñe su hermosura,
orégano la besa y la enamora;
del monte el tomillo voz sonora,
y el laurel verdoso otorga su figura.

 
El ajo, perla oculta, luz resguarda,
y en cítrica sentencia se derrama
naranja agria, sol que todo aguarda.

 
 Así del campo el arte se recuerda:
platillo de tiempo en fruto que no tarda,
poesía en sazón hecha en la tierra.

 
 Y Juan Solano se relame, ufano,
como si aquel manjar fuera divino;
del Aruncitano el gusto soberano
bendice en su sabor lo más divino.


ATENTAMENTE.

EL NIÑO GILENA



02 octubre 2025

TARDES DE PESCA

 


Estimado pueblo.

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo a bien gracias.

 

El pueblo se queda quieto en la hora larga de la siesta, y los chiquillos, rebeldes a la calma del calor, se van cementerio abajo , entre olivares donde cantan las chicharras. Llevan las cañas al hombro en fila desigual como quien lleva un sueño, y las talegas medio vacías, pero con el hueco abierto a la esperanza de la tarde. Caminar es ya parte de la aventura: sudar juntos, beber buchitos de agua tibia de la cantimplora, dejar que la tarde los invite a vivir la infancia.

La charca de la Arcilla los espera con su agua parada y sus zapateros haciendo piruetas entre juncos y “ranos” que rompen el espejo del agua, el aire huele a barro a tomillo seco a hinojo y polvo de “verea”.

Clavan las cañas en la tierra blanda, atan los anzuelos con manos torpes y seguras, y empiezan a esperar, pescan barbos y carpas mientras la tarde se estira entre charlas de amigotes, hablan a media voz, tiran piedras pequeñas que saltan sobre el agua, compiten en ver quién lanza más lejos, quién engaña mejor a los peces. A veces no importa la pesca, sino el rumor del agua en la orilla, el chasquido del anzuelo, la paciencia que les crece mientras fuman sus primeros Ducados.

El sol cae, pesado, y sin embargo ligero, porque en esos instantes no pesa el pasar de la vida.

Regresan cuando el reloj de ayuntamiento canta las nueve, cuando ya las vecinas van sacando las sillas de enea a la puerta y baldean la acera con agua fresca de pozo. Con los bolsillos llenos de piedras y risas, con las manos oliendo a agua estancada y a infancia. Y el pueblo, de nuevo, los recibe bajo las farolas tímidas, sabiendo ,como sabe el campo viejo, que esas tardes de pesca son semillas de memoria, porque, cuando la vida los haga viejos, recordarán, la orilla verde, las libélulas, el canto de la chicharra, y aquel primer barbo que hizo saltar su corazón.

Atentamente;

El niño Gilena