20 noviembre 2025

50 AÑOS DE LA CASONA DE LAS 13 BARRAS

 

Estimado Pueblo.

Espero que al recibo de la presente te encuentres bien, yo de cumpleaños.

 

Cincuenta años cumple ya está Peña Bética moronera, esta casona grande donde al entrar siempre da la impresión de que uno vuelve, más que a un edificio, a un abrazo. Es una casa que no sabe de puertas cerradas ni de silencios largos; una casa que huele a futbol, a botellín recién abierto y a Betis, que es el olor más noble que puede tener un rincón de Andalucía.

Yo me veo chico todavía, corriendo por aquellos pasillos detrás de mis parientes Luis Vázquez y Juan, que eran mis guías y mis cómplices en todas las aventuras. Y me acuerdo de aquella biblioteca a donde íbamos no por sabiduría, sino a la caza del Interviú, como quien busca un tesoro prohibido, y El amigo Ríos detrás, persiguiéndonos sin descanso como si guardara los secretos del Vaticano.

La Peña era un mundo entero. Allí, en un tablón o en un estante, descansaban aquellas fotos antiguas de partidos de la UEFA, imágenes que parecían hablar, llenas de polvo noble, como si contaran batallas. Y estaban también las entradas enmarcadas del Betis–Dínamo de Moscú, que uno las miraba y casi escuchaba al Villamarín entero rugiendo, como si las voces se hubieran quedado pegadas al cristal. Se organizó aquel campeonato de fútbol sala que revolucionó el pueblo; se preparó un gazpacho que todavía hoy podría proclamarse patrimonio emocional de Morón; cantó Meneses como si su voz hubiera nacido para llenar esos techos; y nombraron rey mago al presidente, que aquel día caminaba con la ilusión de un niño recién estrenado. O esas comidas inolvidables con Cardeñosa y Rogelio, donde la mesa se convertía en altar y uno se quedaba escuchando historias que no vienen en los periódicos, historias que sólo cuentan los que han sudado la camiseta y han amado ese escudo con la misma fe que nosotros.

 Y si hablamos de esperas, qué espera más grande que la del martes… El Betis había jugado lejos, y nosotros aguardábamos la cinta de betamax como quien espera un milagro. Llegaba la cinta, se hacía un silencio de iglesia, y allí estábamos todos, viendo cómo la pelota viajaba desde tierras lejanas para botar por fin en nuestra Peña, delante de nosotros, como si nos reconociera.

Y cómo olvidarme ,Dios no lo quiera de La Perfecta. Aquella peña vecina, con su puesto levantado a la entrada, parecía tener guardia real propia. Allí, en aquella garita improvisada, se plantaban ellos firmes, serios como un centinela inglés mientras el tabaco de contrabando cambiaba de mano, y uno pasaba por delante y esperaba casi que sonara una trompeta real del mismísimo palacio de “Buckingham”. Qué cosas tan nuestras, tan simples y tan hermosas, capaces de levantar un reino entero sólo con ladrillos, pintura verde y blanca, y mucho corazón.

La barra… ¡Ay, la barra de entonces! No cabía ni un suspiro. Las tapas cruzaban de un lado a otro como si tuvieran vida propia; los botellines tintineaban como campanillas de fiesta; y nosotros, los niños, con nuestro zumo de melocotón —que era el tinto de nuestra edad— nos arrimábamos a la chimenea, dejando que aquel calor nos abrigara el alma.

Y ahora que esta Peña cumple cincuenta años, uno siente que no son sólo cincuenta. Son infinitos. Son los años que llevamos dentro, los días en que la vida tuvo el color del Betis, los momentos que aquí se quedaron viviendo, aunque nosotros siguiéramos creciendo.

Porque esta Peña no es un local: es un latido, un refugio, una forma de querer.

Mientras exista un bético en Morón, esta casona seguirá siendo su casa.

Y que vengan cincuenta más… que aquí los estaremos esperando, con el corazón verde y blanco, y la puerta como siempre abierta de par en par como le hubiera gustado a mi padre.


 

Dedicado a aquellos presidentes de los 80 de mi niñez, en agradecimiento de haber tenido una segunda casa en la calle nueva.

Don Juan Vázquez Hermosin

Don Juan Vázquez Martinez

 

Atentamente;

El niño Gilena


18 noviembre 2025

UN OTOÑO INCOMPLETO

 

Estimado Pueblo.

Espero que al recibir la presente estes mejor, yo mojado como toca.

 

A pesar de que el otoño ha llegado al fin con sus lluvias finas, que caen como un repiqueteo persistente sobre las tejas, y con esa bajada de temperaturas que invita al calentador de cisco picón, sigo sintiendo que algo falta en el aire. Camino despacio por la plaza de la Carrera, donde las hojas ocres se arremolinan en un baile tímido, y, sin embargo, la otoñada parece incompleta, como si le hubieran arrebatado una nota esencial a su partitura.

Echo de menos la humareda del tío de las castañas, ese penacho gris y tibio que ascendía desde su hornillo de carbón y se mezclaba con el aliento del pueblo. Su lumbre, siempre viva, chisporroteaba con una alegría discreta, como si guardara dentro el secreto del fuego primitivo. El puesto improvisado ,una mesa vieja, un tejadillo de lona, las castañas abiertas como flores tostadas, tenía un alma sencilla que abrazaba a los moreneros sin decir palabra.

Recuerdo la cola de niños y abuelos que se formaba cada tarde, serpenteando entre los adoquines húmedos. Los chiquillos, con las manos frías escondidas en los bolsillos, saltaban impacientes esperando su cucurucho de estraza caliente; los abuelos, con la calma de quien ha visto pasar muchos otoños, miraban el humo con una nostalgia callada, como quien conversa con un recuerdo querido. Y en medio de todos, el tío de las castañas, con su gesto amable y su oficio antiguo, repartía no solo un manjar sencillo, sino un trozo de historia.

Ahora, sin su lumbre ni su presencia, la plaza parece más grande y más sola. La lluvia cae igual, el frío es el mismo, las hojas siguen su baile, pero hay un vacío que no se llena. Falta esa columna de humo que dibujaba un punto de encuentro; falta el olor a castañas recién asadas que templaba la tarde; falta la pequeña ceremonia de esperar, de recibir, de compartir el calor entre dedos “arrecíos”.

Y yo, al pasar por la plaza de la Carrera, siento que este otoño, aunque hermoso, aunque pleno, no termina de arder en el corazón como aquellos de antes. Falta el tío de las castañas para que la estación siga siendo verdad.

 

Atentamente;

El niño Gilena.


12 noviembre 2025

TIEMPO DE ESPARRAGOS

 


Estimado pueblo.

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo podría estar mejor.

 

Llegan las lluvias primeras, suaves, como susurros de un otoño tímido,

y despiertan la tierra dormida, húmeda, llena de secretos verdes.

Es tiempo de espárragos, de andar despacio, de charlas consigo mismo

de dejar que los dedos rocen las espinas tiernas que asoman al sol breve de la tarde.

 

Para unos, ocio en las cortas horas que se escapan;

para otros, alegría que tapa las miserias,

aunque solo sea un instante, un instante apenas.

 

Después de carrilear por la Sierra de San Juan,

de perderse en Percolla,

o de saltarse la prohibición de Monte Gil,

la vida se recompone en un gesto humilde y perfecto:

apañar las penurias rifando una buena maceta

de esos verdes manjares en tascas, plazuelas y colmados , que aplacaran la miseria que aun

campa por estas tierras.

 

En las cocinas añejas, el centro de cetros verdes

harán danzar la memoria en un guiso antiguo,

en una tortilla de huevos camperos

que huele a sol, a gallinas libres y a tierra mojada.

 

Cada espárrago es un poema:

la paciencia de la mano que lo encuentra,

la alegría de quien lo mira,

la historia que se cocina lentamente

mientras el humo pregona el humilde manjar

 

El otoño llega, y con él, los espárragos,

y uno entiende que la vida se esconde en lo pequeño,

en lo verde que nace entre barro, hojas y cal.

en la dulzura de lo simple, en el trago de vino con el compañero de sendero

en la ternura de un momento en comunión con el campo

como un verso que se guarda en la memoria.

 

Atentamente;

El niño Gilena


02 noviembre 2025

AQUELLOS NOVIEMBRES

 


Estimado pueblo.

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo un poquito melancolico.

Cuando noviembre asoma por los cerros de la plata, el aire se transforma. Es el mes en que el sol sucumbe a la pereza, remoloneando entre las nubes como quien ya no tiene prisa por brillar. Las mañanas llegan envueltas en una bruma suave que desdibuja los contornos de las casas blancas, y cuando por fin se decide a aparecer, ese sol templado arranca destellos dorados de las fachadas que durante el verano cegaban con su blancura impoluta.

La lluvia llega sin avisar, lamiendo las paredes de cal con lenguas suaves y persistentes que dejan regueros oscuros sobre la blancura. Entonces los niños se refugian en los zaguanes, esos espacios frescos que huelen a humedad antigua y a azulejos mojados, y allí esperan impacientes, asomándose cada dos por tres, rogando que escampe para retomar los juegos en la plaza o en las calles solitarias. Mientras tanto, las abuelas descubren los visillos de los cierros, apartando con dedos de encaje esas cortinas que filtran la luz, para otear las calles brillantes de agua y ver quién pasa, quién se moja, qué vecina corre con el paraguas al revés.

Con el frío que se cuela por la gatera, retorna la copa de cisco picón que reina debajo del calentador, ese trono de faldas bajo el que se cobijan los pies helados y donde las brasas dormidas calientan las tardes largas. Y encima de un tapete de croché, un café de pucherete que calienta la garganta, ese café espeso y oscuro que se hace en el fogón, burbujeando en un cacillo bollado, con sabor a costumbre y a mañanas de invierno que empiezan despacio.

Es entonces cuando los aromas cambian, cuando las cocinas humean con promesas distintas. Las abuelas sacan de los hornos las batatas con su piel arrugada y oscura, y al partirlas dejan escapar ese vapor gustoso que llena las manos y el estómago de los niños que salen de la escuela.

En la esquina de Santa Clara, junto a los muros de cal que aún guardan algo del calor del día, aparece el puesto de castañas. El cucurucho de papel de periódico se convierte en un tesoro humeante, y el crepitar de las castañas al abrirse sobre las brasas es música de noviembre. Las manos se calientan sosteniendo esos frutos tostados, de carne tierna y dulce, mientras se pasea por la carrera donde el sol apenas se atreve a entrar.

Y están las tortas, esas glorias doradas que salen del aceite hirviendo para posarse sobre papeles que enseguida se empapan de grasa. Crujientes por fuera, esponjosas por dentro, espolvoreadas con azúcar o miel, son el capricho que convierte cualquier tarde de noviembre en una pequeña fiesta. Maria Real las prepara en mi memoria, y el olor del aceite caliente y la masa frita se mezcla con el del jazmín que aún florece en el “roetillo” de su pelo.

Así es noviembre en mi recuerdo: un mes de fogones bajos, de lluvia mansa y sol perezoso, de brasas bajo las faldas y café humeante, de manos que se calientan con comida humilde y generosa, de tardes que se alargan en las puertas de las casas mientras el cielo se debate entre el agua y la luz. Un mes que sabe a tierra, a tradición, a esos sabores sencillos que llenan más que el estómago, que llenan la memoria.

Atentamente:

El niño gilena