Estimado Pueblo.
Espero que al recibo de la presente te
encuentres bien, yo de cumpleaños.
Cincuenta años cumple ya está Peña Bética
moronera, esta casona grande donde al entrar siempre da la impresión de que uno
vuelve, más que a un edificio, a un abrazo. Es una casa que no sabe de puertas
cerradas ni de silencios largos; una casa que huele a futbol, a botellín recién
abierto y a Betis, que es el olor más noble que puede tener un rincón de
Andalucía.
Yo me veo chico todavía, corriendo por
aquellos pasillos detrás de mis parientes Luis Vázquez y Juan, que eran mis
guías y mis cómplices en todas las aventuras. Y me acuerdo de aquella
biblioteca a donde íbamos no por sabiduría, sino a la caza del Interviú, como
quien busca un tesoro prohibido, y El amigo Ríos detrás, persiguiéndonos sin
descanso como si guardara los secretos del Vaticano.
La Peña era un mundo entero. Allí, en un
tablón o en un estante, descansaban aquellas fotos antiguas de partidos de la
UEFA, imágenes que parecían hablar, llenas de polvo noble, como si contaran
batallas. Y estaban también las entradas enmarcadas del Betis–Dínamo de Moscú,
que uno las miraba y casi escuchaba al Villamarín entero rugiendo, como si las
voces se hubieran quedado pegadas al cristal. Se organizó aquel campeonato de
fútbol sala que revolucionó el pueblo; se preparó un gazpacho que todavía hoy
podría proclamarse patrimonio emocional de Morón; cantó Meneses como si su voz
hubiera nacido para llenar esos techos; y nombraron rey mago al presidente, que
aquel día caminaba con la ilusión de un niño recién estrenado. O esas comidas
inolvidables con Cardeñosa y Rogelio, donde la mesa se convertía en altar y uno
se quedaba escuchando historias que no vienen en los periódicos, historias que
sólo cuentan los que han sudado la camiseta y han amado ese escudo con la misma
fe que nosotros.
Y
si hablamos de esperas, qué espera más grande que la del martes… El Betis había
jugado lejos, y nosotros aguardábamos la cinta de betamax como quien espera un
milagro. Llegaba la cinta, se hacía un silencio de iglesia, y allí estábamos
todos, viendo cómo la pelota viajaba desde tierras lejanas para botar por fin
en nuestra Peña, delante de nosotros, como si nos reconociera.
Y cómo olvidarme ,Dios no lo quiera de La
Perfecta. Aquella peña vecina, con su puesto levantado a la entrada, parecía
tener guardia real propia. Allí, en aquella garita improvisada, se plantaban
ellos firmes, serios como un centinela inglés mientras el tabaco de contrabando
cambiaba de mano, y uno pasaba por delante y esperaba casi que sonara una
trompeta real del mismísimo palacio de “Buckingham”. Qué cosas tan nuestras,
tan simples y tan hermosas, capaces de levantar un reino entero sólo con
ladrillos, pintura verde y blanca, y mucho corazón.
La barra… ¡Ay, la barra de entonces! No
cabía ni un suspiro. Las tapas cruzaban de un lado a otro como si tuvieran vida
propia; los botellines tintineaban como campanillas de fiesta; y nosotros, los
niños, con nuestro zumo de melocotón —que era el tinto de nuestra edad— nos
arrimábamos a la chimenea, dejando que aquel calor nos abrigara el alma.
Y ahora que esta Peña cumple cincuenta
años, uno siente que no son sólo cincuenta. Son infinitos. Son los años que
llevamos dentro, los días en que la vida tuvo el color del Betis, los momentos
que aquí se quedaron viviendo, aunque nosotros siguiéramos creciendo.
Porque esta Peña no es un local: es un latido,
un refugio, una forma de querer.
Mientras exista un bético en Morón, esta
casona seguirá siendo su casa.
Y que vengan cincuenta más… que aquí los
estaremos esperando, con el corazón verde y blanco, y la puerta como siempre
abierta de par en par como le hubiera gustado a mi padre.
Dedicado a aquellos presidentes de los 80
de mi niñez, en agradecimiento de haber tenido una segunda casa en la calle
nueva.
Don Juan Vázquez Hermosin
Don Juan Vázquez Martinez
Atentamente;
El niño Gilena