Estimado pueblo.
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo un poquito melancolico.
Cuando noviembre asoma por los cerros de
la plata, el aire se transforma. Es el mes en que el sol sucumbe a la pereza,
remoloneando entre las nubes como quien ya no tiene prisa por brillar. Las
mañanas llegan envueltas en una bruma suave que desdibuja los contornos de las
casas blancas, y cuando por fin se decide a aparecer, ese sol templado arranca
destellos dorados de las fachadas que durante el verano cegaban con su blancura
impoluta.
La lluvia llega sin avisar, lamiendo las
paredes de cal con lenguas suaves y persistentes que dejan regueros oscuros
sobre la blancura. Entonces los niños se refugian en los zaguanes, esos
espacios frescos que huelen a humedad antigua y a azulejos mojados, y allí
esperan impacientes, asomándose cada dos por tres, rogando que escampe para
retomar los juegos en la plaza o en las calles solitarias. Mientras tanto, las
abuelas descubren los visillos de los cierros, apartando con dedos de encaje
esas cortinas que filtran la luz, para otear las calles brillantes de agua y
ver quién pasa, quién se moja, qué vecina corre con el paraguas al revés.
Con el frío que se cuela por la gatera,
retorna la copa de cisco picón que reina debajo del calentador, ese trono de
faldas bajo el que se cobijan los pies helados y donde las brasas dormidas
calientan las tardes largas. Y encima de un tapete de croché, un café de
pucherete que calienta la garganta, ese café espeso y oscuro que se hace en el
fogón, burbujeando en un cacillo bollado, con sabor a costumbre y a mañanas de
invierno que empiezan despacio.
Es entonces cuando los aromas cambian,
cuando las cocinas humean con promesas distintas. Las abuelas sacan de los hornos
las batatas con su piel arrugada y oscura, y al partirlas dejan escapar ese
vapor gustoso que llena las manos y el estómago de los niños que salen de la
escuela.
En la esquina de Santa Clara, junto a los
muros de cal que aún guardan algo del calor del día, aparece el puesto de
castañas. El cucurucho de papel de periódico se convierte en un tesoro
humeante, y el crepitar de las castañas al abrirse sobre las brasas es música
de noviembre. Las manos se calientan sosteniendo esos frutos tostados, de carne
tierna y dulce, mientras se pasea por la carrera donde el sol apenas se atreve
a entrar.
Y están las tortas, esas glorias doradas
que salen del aceite hirviendo para posarse sobre papeles que enseguida se
empapan de grasa. Crujientes por fuera, esponjosas por dentro, espolvoreadas
con azúcar o miel, son el capricho que convierte cualquier tarde de noviembre en
una pequeña fiesta. Maria Real las prepara en mi memoria, y el olor del aceite
caliente y la masa frita se mezcla con el del jazmín que aún florece en el “roetillo”
de su pelo.
Así es noviembre en mi recuerdo: un mes
de fogones bajos, de lluvia mansa y sol perezoso, de brasas bajo las faldas y
café humeante, de manos que se calientan con comida humilde y generosa, de
tardes que se alargan en las puertas de las casas mientras el cielo se debate
entre el agua y la luz. Un mes que sabe a tierra, a tradición, a esos sabores
sencillos que llenan más que el estómago, que llenan la memoria.
Atentamente:
El niño gilena
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