Estimado Pueblo:
Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios o a lo que sea.
Si existe algo por lo que cambio mi paseo de tarde primaveral sin ninguna pesadumbre es por la estancia tranquila, relajante, de una sentada en mi azotea. Allí la sola contemplación de lo cotidiano, la paz reinante y con la contribución inestimable de estos atardeceres del mes de floreal hacen que el tiempo se mida de otra manera, con otra parsimonia. Puedo, sin que el aburrimiento me cace, fijar durante horas la vista en las ruinas del castillo, observando su centuria de pinos viejos ante la sombra pétrea de la torre gorda. Me gusta desprenderme de calzados y sentir el calor acumulado en el barro del terrazo mientras las campanas de La Victoria van recordándome con su tañir de horas que la noche se acerca a robarle a la tarde su luz encarnada. Las últimas abejas se afanan en quitarle al pequeño limonero su tesoro de azahar. Golondrinas, gorriones y estorninos retornan alocados a sus mansiones arbóreas en el corazón de La Carrera mientras un palomo en celo arrulla sobre un tejado cargado de jaramagos. Las malvas vestidas de faralaes se enseñoran para hacerle el pasillo a una gata tuerta que se relame y me mira sin comprender mi quietud. Al girar la vista vislumbro en la corta lejanía la serrana Montejil, con sus llagas calizas al viento y tornándose azulada ante los últimos rayos de sol. Un pequeño lucero en La Atalaya y el repiqueteo de la novena marcan la hora de dejar este remanso de paz cuasi divino y bajar a lo cotidiano con el espíritu relajado y la mente tranquila.
Atentamente;
El niño Gilena
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