Perdió color y sabor la calle Ánimas y hasta todo Morón se apagó perdiendo la luz del día. Triste se quedó la cara del mercado y hasta el Cristo de la Compañía sufre a solas su melancolía. Ya en la casa del agua los libros rezuman lágrimas y las pétreas columnas de su fachada añoran sus buenos días.
Yo, amigo mío, que inconscientemente alimento los retazos de mis recuerdos con cada fragancia, con cada color y cada estampa, he tenido siempre en un rincón de mi memoria, los ricos aromas frutales y los deslumbrantes colores de frescos claveles de su tienda. Aún hoy me pasa, que al entrar en una frutería de barrio o pasear por algún viejo mercado, sus aromas me traen los recuerdos de aquel niño que iba por algún “mandaillo an c´a La Malagueña”. Ese niño que se quedaba embelesado con aquella andaluza morena que alegremente le saludaba y que entre chascarrillos de Marías le atendía con dulzura maternal.
Luego cuando fui un jovenzuelo, aún se acordaba de mí y me saludaba cuando pasaba por delante de sus cajas de frutas y cubos repletos de flores. -“Hasta luego niño”-, me decía.
La Malagueña, sonriente y alegre, tenía en la mirada grabada la vida y en sus manos de nervio la dureza del trabajo incansable y del salir adelante en tiempos difíciles, como sólo una mujer es capaz de hacer.
No hace mucho estando en Morón, emprendí uno de mis paseos, uno de esos que dedico a recargar la mente de imágenes de mi pueblo, dirigiendo los pasos hacia los alrededores de la plaza de abastos y pasé por la calle Ánimas, esperando encontrar un alegre “buenos días” o un “hasta luego niño”. Pero sólo encontré una calle desierta. Ya no había cajas de ricas frutas ni cubos con frescos claveles. Sólo había una reja echada de un local vacío y en el polvoriento cristal del escaparate, el reflejo de aquel niño que fui, mirando tras la reja
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