30 agosto 2012

El REGALO

Estimado Pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios.

Siempre que en llegando esta estación y los calores calientan la cal más de lo debido, aprovecho la ocasión para trashumar mi pellejo a tierras norteñas, donde lo fresco es más rutinario y las aglomeraciones playeriles son menos frecuentes. Con lo que pertrechado con lo mejor que tenemos en esta tierra: mujer, amigos y algún jamón de estraperlo, decidí este año poner las alpargatas en la comarca leonesa de Babia, zona tranquila donde las haya, de paisajes pastoriles, piedras en sus muros y silencios en sus gentes.
Coincidiendo casi siempre este asueto vacacional con la onomástica del que te cuenta, que, por cierto, la próxima vez que los dígitos sumen siete serán cincuenta y dos, pues eso, siempre cae por allí algún regalillo inesperado y, claro, este año no iba a ser menos, qué digo menos, jamás podría imaginarme yo que aquella mañana de agosto se colmarían mis deseos tan gratamente. Te cuento:
Una de mis aficiones compartidas con mi compadre Paco es la de subir montes, riscos, peñascas y todo lo que presente cuesta hacia arriba y muestre síntomas de tener buena vista desde su copa, con lo que de tempraneras maneras y con una colación más frugal que la de costumbre, decidimos encaminarnos a un pueblecillo faldero de una peña impresionante que coronaba nuestra vista desde nuestra entrada en esta comarca. Después de preguntar a un vaquero de los de antes, de los de garrocha vasta y campeo de monte dónde podríamos encontrar la senda, nos dirigimos a paso firme al comienzo de un carrilillo terrero que, sin más burladero ni escudo, empezó a castigarnos los fuelles con sus empinados remontes.
Entre resoplidos y juramentos calzábamos un pie delante de otro, parándonos más de cuando en cuando de lo que queríamos pues el trazado del carril no fue fácil de lidiar. Más de una hora costó dejar el carrilillo por vencido antes de atacar un medio prado de hierbas bajas y pedruscos de todos los padres, que contribuyeron sin desánimo a que los calores nos salieran por todas las partes del cuerpo. Anduvimos así no menos de otra hora, hasta llegar a los linderos de León con la paisana tierra de Asturias, refrescándonos el semblante los aires que de allí venían y las paradas habituales, mas no por esto nuestra infinita escalera daba tregua al resuello. Salvada la línea entre astures y leoneses, la guinda del pastel se enseñoreaba frente a nosotros como diciendo "subid si os quedan ganas", con lo que apretando molares, caninos e incisivos, hicimos de las manos pies y, de forma gatuna, le arrimamos ascuas a nuestras ganas y comenzamos la procesión que en el plazo de una hora nos llevaría a la cumbre, todo ello, claro está, entre algún que otro avituallamiento, tres pintas de agua y el adelantamiento anunciado de las gentes que, con más fuelle que el nuestro, hacían del risco un paseo de tarde y copa.
En fin, que después de un esfuerzo poco frecuente en estos cuerpos y el semblante contento por lo que para nosotros sería y será una proeza , alcanzamos a ver el hito que corona la cumbre, desde donde se regala a todo el que ponga sus sacrificios en subir una vista capaz de amansar el más exaltado de los espíritus y apaciguar a la bestia más resabiada. Una vez colmada la vista de visiones tan placenteras, nos recordaron nuestros estómagos que la vista puede ser mejor todavía si se adereza con un pedazo de queso rondeño y un salchichón del Andévalo, con lo que entre bocado y bocado seguíamos mi compadre y yo disfrutando de ese balcón infinito de Peña Ubiña.
Una vez acabado el ágape y con buen hartazgo de miradas en derredor, pudimos leer las metálicas placas que hacen de memoria antigua a los que por amor a las cumbres dejaron su pellejo en aquellos lares o a los que quisieron que fuese su último trampolín de cenizas, con lo que decidimos por dar finalización al asomo a tan fantástico balcón y retornar por la pedregosa escalera hasta los pastos donde retozaban unos gordos asturcones que nos dieron la bienvenida con miradas tranquilas y masticar continuo.
Yo, mientras seguía bajando hasta la plaza del pueblecillo, reflexionaba sobre la visita a la peña y la asemejaba al discurrir de la vida: un gran esfuerzo recompensado por un corto momento de belleza, plenitud y amistad. Molido como nunca lo he estado y contento por la acción realizada, terminé el último bocado del pastel girándome sobre mis talones y diciéndole adiós con la vista a la inmensa mole de PEÑA UBIÑA.

Atentamente;
El niño Gilena




23 agosto 2012

DE CRISIS Y BUSCAVIDAS


Allá por los albores del mes de agosto, estuve pasando una semanita de holganza en mi querido pueblo y como acostumbro en estas ocasiones, gasto todos los momentos que puedo en pasear por calles y plazas buscando cambios y permanencias en la fisonomía de la ciudad, sobre todo de aquellos lugares que cobijaron mi infancia y juventud.
Así ocurrió que el primer día de estancia, me arreglé y con mi pequeña hija me lancé a la calle con ánimo de enseñarle de dónde surgen parte de sus raíces, que aunque es demasiado pequeña para estos entendimientos, no quiero peder oportunidad de ir impregnándola de las mismas luces y sombras que impregnaron a su padre.
Como decía, me lancé a la calle, pasando por la Carrera y sorteando luego la plazoleta Meneses, arribé como quería al Pozo Nuevo para darme un lento paseo entre el ir venir de los paisanos. Fue hacia la mitad de tan concurrida calle que me encontré, no con uno, sino con dos vendedores de chumbitos, para gran alegría de este que escribe pues me encantan y para extrañeza del mismo ya que hacía años que no veía tal comercio. Así que ni corto ni perezoso compré media docena para mí, para mi cría y por ayudar un poco al que lo necesita, pues no se venden chumbos en la calle por gusto y en seguida le viene a uno la palabra crisis y su brutal concepto.
Pero cual no sería mi sorpresa que nada más andar un poco calle arriba, a la altura de la librería Romero había otro ambulante y al llegar a la esquina de la Bética, con aspecto rural, dos vendedores más metidos en el comercio del mediterráneo fruto y anonadado me quedé al encontrarme en la plaza de abastos con una moza, a la que le compre otra media docena para la merienda.
Tras la siesta, a la sombra fresca del patio y mientras mordisqueaba un chumbo fresquito, pensaba yo en lo mala que se está poniendo la cosa, que hasta las gentes del pueblo se afanan en costumbres perdidas para sacar cuatro cuartos. Ventas callejeras e incluso rifas por bares y comercios, que hubo quien me quiso vender un par de numeritos para la rifa de una caña de lomo, más sobada y sudada la pobre que “la Charito”.
Me vino a la mente entonces otra época, de no hace demasiado tiempo o tal vez sí, de antes de aquella burbuja que lanzó a todo hijo de vecino a tirar de palaustre y plomada, cuando los aparcamientos de las obras parecían el parking de Puerto Banús.
Aquella época digo, anterior a la bonanza económica, en la que mucha gente a falta de otra cosa se lanzaba a los campos a recolectar lo que fuera, con tal de llevar a casa unos duros.
Recordé así aquellas voces que desde el zaguán gritaban, -niña caracooolees-, o la otra más por lo bajo, -“niña, ¿quié coneho der campo?”-. Luego venían también las tagarninas y los espárragos o la “mujé der quezo fresco” que viene a casa cuando menos te lo esperas y cuando quieres no viene. También aquel hombre fuerte que iba por las calles con dos cajas de cartón, vendiendo dulces, pestiños y mostachones utreranos. Hasta garbanzos rebuscados y aceitunas trasnochadas se vendían por las casas y las calles.
Parece que la crisis y su prima la del riesgo han devuelto a nuestras calles, tristemente por lo que significa, a todos esos buscavidas, qué se la buscan como pueden por “vereas” y cerros, entre cardanchos y palos de “alambrao”, como decía la canción.

16 agosto 2012

DE LAS COSAS DEL SEÑOR SANCHÍS

Ando yo estos días ensimismado en la lectura de mi última adquisición libreril, “Sombras de Cal y Hambre” de Juan José García López, “Charrito”. Autor éste, paisano de Morón, del que soy gran seguidor por gustarme su prosa y sus lides plasmadas en papel. También porque mi primer libro se lo compré a él y junto a ese, otros que vinieron a mi vida al tiempo que granos y hormonas desbocadas.

Estoy disfrutando de lo lindo y mantengo mi mente mudada, en estas tardes tranquilas de verano boreal, corriendo tras los monagos por cada esquina de Torres de la Plata, ese pueblo que tanto se parece al mío.
Yo no conocí (más por gracia que por desgracia) aquellos años extremos de posguerra de los que habla el señor Sanchís, pero me parece que hubiera vivido aquella época de tanto que oí hablar de ella a mis mayores, qué la evocaban para bien o para mal, la mayor de las veces cubierta de ese halo místico que da el tiempo y que envuelve como un sudario los malos ratos del pasado.
Pero cierto es que me dio tiempo y me da, de seguir oliendo el tufo de hambres pasadas, de odios, rencillas y hasta rabia callada, atrapada en los pechos de paisanos y es que hay cosas que perduran más que un martillo "enterrao" en manteca, como diría mi amigo, “el Niño Gilena”.
Yo y otros como yo, nos criamos con la eterna cantinela del tiempo la “jambre”, qué no conocimos más que de oídas y de miradas, pues no pocas veces aparecía aquella frase de “si viniera el tiempo la jambre”, mientras la vista se perdía por la claridad de la ventana o en los garbanzos del puchero.
Junto a otros de mi quinta, viví el rescoldo apagado de una España maltrecha de una guerra cainita y de años de incultura, patronos y señoritos de alta cuna y baja persona, de pueblos apestando a sacristía y sotana, a sobaco de pelandrín con cuatro fanegas, lengua larga y mucha mala leche.
Será por eso que estoy disfrutando tanto de este libro y no veo el próximo momento de retomar la lectura. Que deseando estoy a ver que me cuenta Don Gumersindo, qué lo veo como a Don Quijote en su biblioteca, entre carpetas y legajos, pasando las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, ensoñando lances y personajes que se mueven en la frontera de lo real y lo imaginario.
Y así sigo en mis tardes suaves del norte, intentando impregnarme de esa prosa que el señor Sanchís me enseña y del que me siento desaventajado pero perseverante discípulo.

08 agosto 2012

TARDES DE ALBERCA

Estimado Pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios.
En estas tardes, donde el mercurio se encarama a la testa del termómetro y me priva de mi paseo, me aletargo en mi sillón con el único propósito de rememorar aquellos momentos felices de mi niñez, donde en este mismo mes y a estas mismas horas combatíamos los rigores de la canícula bañándonos en alguna alberca a la que era invitado por alguno de mis amigos, ya que en mi familia la única posesión de tierras ha sido de dos ficus, algún geranio y varias pelistras de patio.
En fin, como te decía, esas placenteras tardes eran trasegadas entre saltos a bomba e intentos de saltos del ángel, que acababan las mas de las veces en un pechugazo descomunal para algarabía de la concurrencia, o en emulacines de la familia Cousteau a la busca de un duro que alguien se atrevía a tirar en lo "jondo" de la aguada. Aquellas eran albercas de cloro a todo trapo, de esas que te dejan la piel áspera como un papel de estraza y te producen escamación blanquecina cuando la piel se te secaba al sol, porque lo que era una toalla no se veía por ningún lado, ya que en aquellos tiempos eso se veía como muy afeminado, por no decir una mariconada.
Unos de los momentos que mas me gustaban de aquellas tardes era el rato de merienda sentados en los bordes de la piscina, dando buena cuenta de un mollete de segundo hornazo, untado de tulipán y chorizo Revilla, mientras discutíamos por cualquier fruslería o nos reíamos a pierna suelta por la última gracia de currito Tagua o Juanito "el Yumi".
Siempre o casi siempre esas tardes de alberca eran coronadas, cuando el sol empezaba a sestear, por algún intento de aventurilla, ya fuera el robo de melones junto al Ciprés, la visita a la casa encantada de Benito, donde se contaba que se había ahorcado rodeado por siete gatos, o una guerra de naranjas amargas, que cuando te dan duelen igual que las dulces.
En fin, momentos inolvidables de medio niñez y pubertad donde se compartía el mas preciado tesoro del que todos disponíamos: AMISTAD.

Atentamente;
El niño Gilena