Desde el año en que nací, aya por 1970, mi padre el Anchoa, montó y trabajó durante la feria en la caseta de la fábrica de cementos. Los moroneros más jóvenes no recordarán esta caseta, pero los de mi quinta seguro que sí, así como los más mayores, pues vio muchas ferias de forma ininterrumpida, exactamente hasta 1991, año en que mi padre, cansado ya de tanto trajín feriante, decidió que era hora de pasar página tras 21 años cortando jamón en platos de plástico.
De mi infancia tengo guardo en la memoria, la emoción que provocaba en mi la cercanía de la Feria. Ya desde semanas antes, el Anchoa junto con otros compañeros de la fábrica, comenzaban el trasiego de montar, buscar proveedores y organizar todo lo necesario para tal evento.
Para el montaje, primero clavar los tubos del armazón que más tarde cubrirían con toldos y así tener un lugar cerrado donde colocar mostradores de Cruzcampo, neveras, cocina, mesas y sillas de madera, todo ello sobre una buena capa de albero de Alcalá, qué luego proporcionaría esa polvareda tan típica de nuestras ferias de antes.
En pleno corazón de la Alameda, junto a la barriada de La Paz y al ladito del Circulo Mercantil, poco apoco iban tomando forma las dos casetas más grandes y concurridas de aquellos días de los 70 y 80, la de CEMENTOS DEL ATLANTICO y la de ANGEL CAMACHO. Por aquellos días no había muchas más casetas, sobre todo que fueran de entrada libre, así que medio Morón se concentraba allí para comer, beber, hablar y reir mucho.
Eran aquellas ferias muy diferentes a las de ahora, no sé si mejores o peores, pero muy diferentes. Eran ferias de mucho día y menos noche, de ración de queso, gambas y bolsita de aceitunas, de botellín y Mirinda, del tío de las alcatufas y los coquitos, de foto de flamenco en el caballo de cartón y mucho paseo Alameda arriba y abajo. Ferias del látigo, la barca y el guaitoma, de circo Ruso y el teatro Chino de Manolita Chen. Las ferias de pistolas de mistos y maquinita de “jierro”, última vuelta en los cochecitos y tarde de domingo en casa, que ya se había “acabao” la feria.
Con especial cariño recuerdo aquellos momentos en los que mi hermana y yo, cogidos de la mano de mi madre, pasábamos por la caseta para saludar a mi padre y que nos viera vestidos de flamencos, antes de ir a los cacharritos y a dar una vuelta. También me gustaba que mi madre me mandara a la caseta a media tarde, con un termo de “cardo der pushero” para que Anchoa tomara algo calentito y poder aguantar así el tirón. Entonces, yo me sentaba con él y los otros compañeros en una mesa plegable mientras reponían fuerzas, todos con las piernas doloridas y las caras cansadas pero alegres. Hablaban de cómo iba la feria o reían por alguna anécdota ocurrida. Yo los miraba y pensaba que cuando fuera mayor, también quería pasar mis ferias en la caseta y así fue durante unos años, hasta que ya no hubo más caseta de la fábrica. Allí en aquellos ratos de descanso estaban el Anchoa, el Litri, Berenjeno, Franconeti, Ramos, el Plata, mi “cuñao” y tantos otros que pasaron por aquellas barras de chapa y calores bajo los toldos. Eran otras ferias.
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