Estimado Pueblo.
Espero que hoy que ya estamos en navidad te encuentres bien, yo no me quejo.
Hoy, día del sorteo de la lotería, para mi empieza la Navidad.
No antes. Nunca antes. Por mucho que los
tenderos y los taberneros la adelanten, por mucho que las luces se enciendan
cuando aún no hace frío, la Navidad no llega de verdad hasta hoy. Llega cuando
el aire muerde un poco y el silencio de la tarde parece más hondo.
Hoy empiezan en el pueblo las copitas de
aguardiente, los roscos de vino, ese “tómate una copita” dicho despacio, como
se dicen las cosas que importan. Empieza la Navidad de entonces, la que ya no
vuelve, la que vive sólo en la memoria.
Vuelve la Navidad de mi niñez, con las
misas del gallo largas y frías, el pavo de Nochebuena, los nacimientos hechos
con cajas viejas y papel de plata, los belenes que olían a corcho húmedo y a
paciencia. Una Navidad sin prisas, donde Papá Noel era un desconocido y los
regalos tenían menos brillo, pero más espera.
Las uvas se tomaban frente al reloj de
Losada, en el campanil del ayuntamiento, que marcaba el cambio de año con una
gravedad solemne, como si supiera que el tiempo era algo serio, pero con besos
abrazos y deseos después del duodécimo canto de la campana.
Era una Navidad de pocas comidas de
empresa, de aguinaldos pequeños, de una caja de mantecados de Estepa guardada
como si fuera oro, cuyos polvorones de limón, duros y fieles, llegaban hasta
Semana Santa, cuando ya nadie hablaba de frío.
Era, sobre todo, una Navidad de familias
grandes. De abuelos, tías, primos, y
algún vecino que entraba en casa sin llamar, con una botella de Fundador, para
brindar con mi padre. Brindaban por el año que se había sudado, por el trabajo
y el cansancio, y por el que venía, al que había que enfrentarse con lo poco
que se tenía y con lo mucho que se esperaba.
Hoy empieza la Navidad.
Y empieza también esta melancolía dulce,
este volver sin volver, esta forma de recordar que duele un poco, pero abriga.
Atentamente;
El niño Gilena
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