Cavilaciones en mi azotea.
Volver.
Eha, pues aquí estamos otra vez. No sé si para contar cosas
interesantes que importen a alguien o por el contrario, sólo para nuestro propio gusto y desahogo.
Bueno compadre, pues sea y aquí estamos, presto a tu llamada.
Difícil se me presenta contarte algo, pues tengo en estos
últimos tiempos la cabeza como un perol de garbanzos “pegao”, en su punto para
tirarlo por el váter.
Comenzaré explicando el porqué del encabezamiento de mis entradas,
“Cavilaciones en mi azotea”, qué serán siempre así precediendo el título.
Además os lo cuento, porque si no a ver como relleno yo mi primera entrada
después de tanto tiempo sin intervenir. ¿Tiempo? Una “hartá”, en febrero del
2013, hace dos años. Esto se pasa muy rápido compadre.
Hace tiempo que tenía ganas de crear un blog donde plasmar mis
pensamientos, ideas u opiniones sobre cualquier cosa y que no estuviese atado a
temas moroneros, aunque también pudieran aparecer. En definitiva, un blog de
opinión y desahogo sobre lo que me ronde por la cabeza en ese momento. Día a
día iba postergando la apertura de dicho blog y no había manera de sacarlo
adelante. Un día te lo comenté, buen amigo y me animaste a usar nuestro blog
común para tal fin, así que bueno, aquí estoy de nuevo con una “sección” que he
llamado como quería llamar mi blog y usar nuestra esquina de la tasca para
contar cualquier cavilación que ronde mi azotea.
Lo de azotea, además de referirse a la protuberancia que me
salen de los hombros y que a mi edad aún sigue poblada de pelo, es porque echo
de menos una azotea. Una de las buenas, como las de Morón. Esas azoteas que
tantos ratos de contemplación de paisajes nos regalan. Porque Morón tiene sus
propios paisajes, siluetas de un pueblo y un entorno que cualquier moronero
reconoce y siente suyo.
Yo me crie en los pisos de Fajardo, qué tenían una espléndida
azotea desde donde se veía la silueta inconfundible de San Miguel y el
Castillo, por un lado, Nuestra Sierra de Esparteros por otro y la extensa
campiña. No puedo olvidar tantos ratos que allí gasté en soledad.
Adoraba subir a la azotea acompañado de mí mismo, al
atardecer, cuando el Sol caía por allí, por la campiña, hundiéndose en la extensa
llanura sevillana. Me llenaba de sentimiento nostálgico, conforme iba creciendo
la oscuridad, ver aparecer lucecitas en la línea del horizonte que delataban
pueblos y caseríos que se desparramaban a lo lejos, como estrellas en el
firmamento de Andalucia
Pero, ¿sabes amigo mío qué era lo que más me extasiaba?
Quedarme apoyado en el murete de la azotea, mientras veía acercarse las
tormentas. Esas tormentas de final de primavera y principios de otoño, qué
iluminan la campiña con destellos azulados y fugaces. Tormentas de nubes negras
y espesas, que oscurecen el atardecer y que golpeaban mis sentidos con olor a
ozono y tierra mojada. Era en esos momentos más que nunca, en los que mi mente
se evadía en los vericuetos de mis cavilaciones, deseos y sueños de juventud.
Cuantos atardeceres de verano esperando abrazar una mínima
brisa de fresco. Noches calurosas esperando ver una estrella caer del cielo, al
tiempo que dejaba escapar un pensamiento, tan fugaz como la misma estrella.
Cuantos momentos acompañado del cielo y el paisaje de mi pueblo.
En fin compadre, no sé si me comprendes, pero sabedor de tus
pequeñas debilidades estoy seguro que de sobra sabes de que te hablo.
Y así, con estas cosas rondando mi cabeza, vuelvo a la pasión
de nuestras cosas, al querer de nuestro terruño y nuestra vida. Vuelvo, como el
que no quiere la cosa a nuestra mesa reservada en la esquina de esta particular
tasca. Vuelvo a pasiones y añoranzas, sentimientos de moronero.
De un moronero en Navarra.
De un moronero en Navarra.
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