26 febrero 2015

Volver.



Cavilaciones en mi azotea.

Volver.

Eha, pues aquí estamos otra vez. No sé si para contar cosas interesantes que importen a alguien o por el contrario,  sólo para nuestro propio gusto y desahogo. Bueno compadre, pues sea y aquí estamos, presto a tu llamada.
Difícil se me presenta contarte algo, pues tengo en estos últimos tiempos la cabeza como un perol de garbanzos “pegao”, en su punto para tirarlo por el váter.
Comenzaré explicando el porqué  del encabezamiento de mis entradas, “Cavilaciones en mi azotea”, qué serán siempre así precediendo el título. Además os lo cuento, porque si no a ver como relleno yo mi primera entrada después de tanto tiempo sin intervenir. ¿Tiempo? Una “hartá”, en febrero del 2013, hace dos años. Esto se pasa muy rápido compadre.
Hace tiempo que tenía ganas de crear un blog donde plasmar mis pensamientos, ideas u opiniones sobre cualquier cosa y que no estuviese atado a temas moroneros, aunque también pudieran aparecer. En definitiva, un blog de opinión y desahogo sobre lo que me ronde por la cabeza en ese momento. Día a día iba postergando la apertura de dicho blog y no había manera de sacarlo adelante. Un día te lo comenté, buen amigo y me animaste a usar nuestro blog común para tal fin, así que bueno, aquí estoy de nuevo con una “sección” que he llamado como quería llamar mi blog y usar nuestra esquina de la tasca para contar cualquier cavilación que ronde mi azotea.
Lo de azotea, además de referirse a la protuberancia que me salen de los hombros y que a mi edad aún sigue poblada de pelo, es porque echo de menos una azotea. Una de las buenas, como las de Morón. Esas azoteas que tantos ratos de contemplación de paisajes nos regalan. Porque Morón tiene sus propios paisajes, siluetas de un pueblo y un entorno que cualquier moronero reconoce y siente suyo.
Yo me crie en los pisos de Fajardo, qué tenían una espléndida azotea desde donde se veía la silueta inconfundible de San Miguel y el Castillo, por un lado, Nuestra Sierra de Esparteros por otro y la extensa campiña. No puedo olvidar tantos ratos que allí gasté en soledad.
Adoraba subir a la azotea acompañado de mí mismo, al atardecer, cuando el Sol caía por allí, por la campiña, hundiéndose en la extensa llanura sevillana. Me llenaba de sentimiento nostálgico, conforme iba creciendo la oscuridad, ver aparecer lucecitas en la línea del horizonte que delataban pueblos y caseríos que se desparramaban a lo lejos, como estrellas en el firmamento de Andalucia
Pero, ¿sabes amigo mío qué era lo que más me extasiaba? Quedarme apoyado en el murete de la azotea, mientras veía acercarse las tormentas. Esas tormentas de final de primavera y principios de otoño, qué iluminan la campiña con destellos azulados y fugaces. Tormentas de nubes negras y espesas, que oscurecen el atardecer y que golpeaban mis sentidos con olor a ozono y tierra mojada. Era en esos momentos más que nunca, en los que mi mente se evadía en los vericuetos de mis cavilaciones, deseos y sueños de juventud.
Cuantos atardeceres de verano esperando abrazar una mínima brisa de fresco. Noches calurosas esperando ver una estrella caer del cielo, al tiempo que dejaba escapar un pensamiento, tan fugaz como la misma estrella. Cuantos momentos acompañado del cielo y el paisaje de mi pueblo.
En fin compadre, no sé si me comprendes, pero sabedor de tus pequeñas debilidades estoy seguro que de sobra sabes de que te hablo.
Y así, con estas cosas rondando mi cabeza, vuelvo a la pasión de nuestras cosas, al querer de nuestro terruño y nuestra vida. Vuelvo, como el que no quiere la cosa a nuestra mesa reservada en la esquina de esta particular tasca. Vuelvo a pasiones y añoranzas, sentimientos de moronero.



De un moronero en Navarra.

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