Estimado pueblo.
Espero que al recibir la presente te
encuentres bien. Yo no me quejo.
Vuelven cada año, como los zorzales que
buscan los viejos olivares, los hijos ausentes del pueblo. Llegan con las
maletas llenas de regalos y de prisas, con el alma un poco cansada del ruido de
la ciudad y los calendarios sin pausas.
Y apenas entran en la carrera, el aire
cambia. Huele a pan reciente, a albahaca, a ese tiempo detenido que sólo el
recuerdo sabe mantener vivo.
Ahí está la Torre de la Victoria,
erguida, serena, como un familiar que los ve volver desde lejos. No hay piedra
más fiel que la suya: guarda el eco de las campanas, el vuelo de la cigüeña, el
reflejo del sol lento de otoño. Frente a ella, los que regresan sienten una
mezcla de orgullo y de pena, porque saben que la torre no envejece como ellos,
sino que permanece, inmutable, sobre sus vidas que se alejan.
Luego viene el rito pequeño, necesario:
la cervecita en Retamares, donde siempre hay alguien que los reconoce. Allí las
palabras fluyen despacio, y el sol se queda más tiempo sobre las mesas de
hierro. Se habla del pasado como si aún estuviera en la esquina: de los veranos
interminables, de la lluvia que no viene, del último que se ha muerto y del
próximo que nacerá.
Y al caer la tarde, cuando el aire
empieza a oler a adelfa y naranja agria, llega la cena con los de casa. Las
tagarninas esparragas, rojas y humeante, los devuelve de golpe a la infancia.
En cada cucharada sienten la voz de la abuela, el rumor de la ciscada, las
risas mezcladas con el canto de los grillos. Ningún manjar del mundo por caro
que sea les sabe igual.
Sin embargo, mientras saborean esa
quietud, saben también que ya no pertenecen del todo. Han aprendido a vivir
lejos: en la ciudad donde el trabajo los llama, donde los hijos estudian, donde
hay cines, teatros y luces que nunca se apagan. Allí también hay hogar, hay
rutina, hay cariño. Pero falta este aire limpio, esta lentitud que parece
rezar.
Cada año el pueblo se les queda un poco
más distante, y, paradójicamente, más querido. Porque el tiempo no borra los
lugares amados: los vuelve más hondos, más necesarios.
Cuando parten otra vez, tras el último
adiós en el zaguán, sienten que no dejan atrás un sitio, sino una parte de su
alma que se queda esperando, sentada a la sombra de la torre, junto a una mesa
vacía en Retamares, con un plato de tagarninas aún caliente sobre la mesa, y la
deuda de una charla con los amigos.
Atentamente;
El niño Gilena