Querido amigo, incluso aquí, en el norte, ya empieza a venir algún día soleado y si te he de ser sincero, no sé que me deprime más, si los días oscuros típicos de aquí, que me hacen soñar con el sol de allí, o por el contrario, los días de sol de aquí, que me hacen recordar con añoranza esos días tan luminosos e incomparables de allí.
Recuerdo con especial cariño los días de primavera. Esos días que ya alargan, deleitándonos con frescos y claros amaneceres y atardeceres de fuego suave anaranjado, reverberando en las blancas paredes y las piedras de la Torre Gorda.
Mañanas soleadas de primavera, cuando las calles de nuestro pueblo se llenan de una especial actividad, de una especial alegría surgida de lo cotidiano, ocultando tanta desazón, salida del común y admitido infortunio andaluz.
Los hombres que van y vienen en sus quehaceres diarios, ya sea trabajo o el mero hecho del paseo matutino y las mujeres que van a los mandaos. Trasiego de gente por calle Utrera, Carrera y Pozo Nuevo, esquina de Retamares con olor a buen café, esquina de calle Nueva con luz de Betis.
Quien pudiera, amigo mío, en estas mañanas, lenta y pausadamente lanzarse a la calle, ligero de chaqueta y con las mangas de la camisa vueltas, oliendo el rostro a loción y sintiendo la suave brisa en el pelo recién peinado, con gusto de sabor a café en la boca y sueño de buen tabaco en el paladar. Bajar Juan de Palma, saludando y dando los buenos días a panaderos, vecinas que limpian la acera y a tempraneros parroquianos, qué van y vienen. Salir a la Carrera, refulgente de colores y aromas, con música de fuentes y pájaros. Seguir calle Utrera, enfilando el camino de la Alameda, donde pasear en solitario, repasando pensamientos y recuerdos, pasiones y sentimientos. En definitiva, debilidades del natural humano.
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