04 agosto 2011

De canastos y taleguillas

Una tortilla de espárragos, la lata de anchoas, un tarro con aceitunas “partías” y un poco de gazpacho, un bollo tierno de hoy y un melón de canasto. Media botellita de vino, la navaja del ancla y un termillo con café. Así quedaba completo el canasto o la talega, dependiendo de la carga culinaria, que mi madre preparaba para llevar a mi padre al tajo. Luego, cuando se acercaba la hora de la comida, mi hermana cogía el canasto y a mi de la mano, para encaminarnos hacia la fábrica de cementos, donde mi padre trabajaba. En la época de que te hablo, vivíamos en el Pantano, en la calle Colonia, en la casa que mi padre construyó con ayuda de amigos y compañeros. Eran otros tiempos.
Yo tendría entonces unos tres o cuatro años, no más, pero lo recuerdo como si fuera ayer, yendo junto a mi hermana hacia la puerta de la fábrica, donde casi al llegar, ya oíamos la sirena que indicaba a los trabajadores que eran las dos y era tiempo para el descanso de la comida.
Una vez en la portería, el que estaba de portero, aunque de sobra sabía quienes éramos y quien era mi padre, siempre nos preguntaba por su nombre y fingía no conocerle hasta que le decíamos su mote, “mi padre es el Anchoa” y acto seguido me respondía “ah y tu el anchoita”.
A mi me encantaba ir a llevar el almuerzo a mi padre a la fábrica, llegar hasta el comedor en el que se reunían los trabajadores y esperar a su lado hasta que terminara la comida. Me divertía ver a aquellos hombres con su mono azul, curtidos por el trabajo, entre bromas y risas, dar buena cuenta de lo que de sus canastos salía y llamarse unos a otros por sus motes, mi padre “el Anchoa” y también estaban “el Tomate”, “el niño Juaniquito”, “el Chispas”, “el Guapo”, “el Trompo” y un sin fin de personajes, juntos en la misma mesa.
Quedó para siempre grabado en mi memoria la imagen de mi padre, con su mono sucio de grasa y polvo, de trabajo duro y esfuerzo diario, de ilusiones y sueños sencillos de obrero honrado y quedará para siempre en mí, la mirada tierna y lejana del que sabe que sólo puede dar el dolor de sus manos para cuidar de aquel niño que le miraba.

Jamás olvidaré aquellos canastos y talegas, llenas de las comidas humildes de los obreros, de los mejores manjares, que son aquellos que han sido ganados con sudor y esfuerzo.

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