30 enero 2015

ODA AL PUCHERO

Estimado Pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien, yo bien, gracias a Dios.

Encuentrome en ese lugar de la vida donde el tiempo camina con un paso presto y corto de pausas, donde los momentos buenos son un “yo hice” en vez de un “yo haré”, un “yo conocí”  en vez de “conoceré”  y un “fui” en vez de un “iré”.  En ese tiempo donde empiezas a echar de menos lo que antes tenias por cotidiano, donde los seguidores de Hipócrates empiezan a racionar tu libre albedrio quitando y poniendo manjares, salazones y endulces para intentar, casi siempre sin resultado, equiparar este corto paseo  a la añada de Matusalén.

Pues estando repasando las prohibiciones perjudiciales que los hijos de Asclepio habían tomado a bien recomendarme, empecé a entristecerme al comprobar que una de las condiciones sin et cuan non era el desprenderme de mi viejo y servicial amigo: el puchero.

El puchero que me ha acompañado desde que la razón me alumbra, puchero que me sirvió de nodriza para marcar esas rollizas arrobas de mi niñez, puchero que  me saludaba a la vuelta del colegio, y posteriormente del trabajo, con un trino de tren viejo en anuncio de una pitanza  de primera. Y es que el puchero, a fe mía, debería de considerarse manjar de manjares, puesto que marida con carnes de puerco, vaca o corral, palomo, perdiz o pato,  garbanza, zanahoria y papa, col, cardo o acelga y, sobre todo, con tocino, sí, señor, eso hoy tan prohibido por los médicos y tan repudiado por señoras que desean esbelta figura.

El tocino siempre fue el flan del pobre, que en vez de cuchara se arremetía con un trozo de pan duro o blando, negro o blanco, para ayudar a engrasar las tragaderas, en espera de las carnes que crearon la alquimia de ese sabor tan característico y que todos tenemos gravado en el centro de las entendederas.
Tan buen amigo es el puchero que sigue siendo fiel al día siguiente y te diría que aun mejor que en el día corriente. Es tan generoso que está dispuesto a tornar en sopa de fideos o arroces, en sopas de picadillo o en los caldos más variados y que en perdiendo frescor su pringá se torna en croquetillas deliciosas o en ropa vieja para matar de nuevo el gusanillo.

Muchas veces puede volverse presumido perfumándose en sus esencias con lo más granado del fino de Jerez o con un sutil toque a hierbabuena y, hasta si desea cambiar su color, tiñéndose de amarillo huevo el espejo del plato.

Me parece mentira que algo tan delicioso, bonito y entrañable pueda producir algún mal en esta hechura que Dios me ha dado.

En fin, después de recapacitar sobre lo dicho, mejor acortar la existencia algunos años y no perder este amigo que me sigue desde la niñez y que tantos buenos momentos hemos compartido juntos.

He dicho.



El niño gilena

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