25 enero 2019

HISTORIAS DE UNA VESPA


Estimado Pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios gracias.

Desde hace algún tiempo hacia acá, vengo fijándome en los grupos de nostálgicos que pasean las calles los domingos y fiestas de guardar con Vespas, Lambretas y demás artilugios motorizados, con el simple motivo de rememorar aquellos tiempos donde todo discurría más lentamente y podías disfrutar del paisaje y el paisanaje a lomos de este italiano invento. Esto trajo a mi mente memorables recuerdos de aquellas frías mañanas y aquellas tardes de primavera donde mi amigo Paco, siempre tarde como es menester, enjaezaba su motorizado corcel y allí que nos disponíamos cual antiguos templarios, en el mismo jumento, a recorrer carriles y veredas en pos de algún cortijo en desuso, un “cerrete” interesante o alguna casilla “arrumbiá” que mereciese la pena escurcar. Grandes tardes y frías mañanas en pos de la libertad que da el sentir el viento en la cara y media sonrisa en el rostro al sabernos libres de buscar y rebuscar dónde salía un camino, qué monte podíamos subir o qué nos depararía detrás de la cercana dehesa. Claro, todo ello después de realizar la liturgia del arranque. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17 y hasta 18 retorcidas de oreja para que la sangre fluyera por sus venas de plástico y metal. Después, tres o cuatro coces y para acabar un rempujón calle Jerez abajo, eso sí, sin que nos viera nadie, que, hombre… corte ya nos daba…

En fin, que así pasaron incontables experiencias quijotescas, recorridos por pueblos de cuyo nombre no puedo, aunque quiero, acordarme, charlas con paisanos sobre criaderos de piedras redondas, saludos corteses a cabreros y jornaleros y mil y una preguntas de por dónde se llega o se va a ningún lado que no fuera otro que disfrutar un largo y gratificante paseo con la reserva como final de trayecto.

Así de simple es la felicidad para aquellos que, como nosotros, disfrutamos de recorrer un horizonte cercano cargados con ilusión, amistad y por qué no, algún pedacillo de queso viejo, una lata de más caballa que melva y un puñado de aceitunas prietas aliñadas como Dios manda.

Cuántos kilómetros de felicidad, aunque la gasolina algunas veces no estuviera de nuestra parte, o aunque la bujía se negara a dar ese chispazo bendito que nos hiciera ir de oca en oca.

Por eso, cuando veo a esos nostálgicos recorrer con sus vetustos artilugios avenidas y callejones, entiendo perfectamente la añoranza que produce montar ese amistoso corcel.

Atentamente,

El niño gilena.


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