01 julio 2010

INCUNABLES

Estimado Pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, a Dios gracias.

Hoy, necesitado de conocimientos y filosofías ancestrales, he recorrido los cortos pasos que distan desde mi humilde morada a la alejandrina biblioteca viviente que, emplazada en los jardines de La Alameda, siempre se encuentra abierta por temprano que amanezca.

Reposados en sus petriles bancos, mis queridos incunables de carne y hueso dabanme el "buenos días nos de Dios". Correspondiéndoles yo con el mismo saludo, posé mi pausada vista en las cubiertas de estos compendios de sabiduría que, encuadernados con guayaberas grises, celestes y blancas y tocados con gorrillas de mil rayas y sobreros de paja fresca, disponíanse sobre el estante del banco pétreo, prestos a ser desempolvados por la mano de mis preguntas.

Antes de elegir la docta materia con la que hoy sería ilustrado, me dispuse a ojear en sus risueñas portadas el titulo con el que la pluma de la vida había marcado el enunciado del docto vademecun. Encontrando entre los membretes tratados de agricultura, mil técnicas de almazara, el arte del trillo con bestias, compendios de carpintería basta, el milagro de la fragua, cantares de arriero, realización de sillas en pleita, el alfar del lebrijano y mil y un recuerdos de una guerra entre hermanos (libro este que no me gusta abrir mucho se vaya a escapar algún tiro), en fin, decidido qué antiguo legajo sería abierto en este día, calenté las ascuas para que el fuego de la conversación versara por los recuerdos añejos del Morón mas ancestral, del morón de cien cortijos, de más de 20 almazaras, de reatas de muletos preparados para la incansable vuelta trilladora. Habriéronse todos mis libros a la vez por páginas diversas, hablando de jornadas interminables en estaciones veraniegas, de gañanías de olor amargo, de hocinos y soletas, de siegas manuales y portes en carretones.

Embelesado como estaba escuchando el discurrir de esta sapiencia y, entre humos de cigarrillos desemboquillados, dime cuenta de cómo estos ajados libros, salvados muchos de ellos de la inquisitorial quema de la edad, recuperaban brillo, color y gesto, pariendo mil y una anécdotas de juventud, haciendo que los "sacais" de mi imaginación se trasportaran a tiempos de un pueblo remoto blanco y pintoresco, un pueblo donde mis queridos incunables fueron escritos por la cariñosa y, a veces injusta, tinta de la existencia.

PD: Con cariño para mis nuevos viejos amigos, que ilustran con sus recuerdos a este humilde contador de historias.

Atentamente;

El niño Gilena

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