25 agosto 2010

LA ENFERMA

Estimado pueblo:

Espero que al recibir la presente te encuentres bien. Yo bien, gracias a Dios.

Durante esta mañana, cuando el día era todavía muy niño, me he dispuesto a realizar la buena obra del día y he pensado que qué mejor que realizar una visita a un enfermo o, en este caso, a una enferma. Dirigí mis pasos calle Juan de Palma abajo con las ganas de confortar y dar compaña a una de mis más entrañables amigas, más al llegar a los umbrales de su puerta y entrar sin pedir permiso como he hecho siempre, pues nunca se me ha negado, se me cayeron los palos del sombrajo, como se dice por aquí, al encontremela más vieja, pobre y triste que nunca. Invitome con su voz cansada a sentarme en sus desvencijados asientos y excusose de no poder ofrecerme, como en otros tiempos, fresca sombra que apaciguara los rigores del mes de Augusto.
Mientras nuestra charla lidiaba con el poco ánimo que presentaba mi amiga derivado de su enfermedad y de la pena presente en mí por ver la desmejoría de su aspecto, no pude dejar de fijarme en sus venas de parterres secos y faltos de sangre terrera. Tampoco pasé por alto que la falta de alegría y que el mucho llorar de pena habían secado los sacáis de sus fuentes, ninguna flor adornaba sus verdes cabelleras ralas y con marañas de matojos, su macilenta cara estaba surcada de churretes de colores que afeaban en suma su anterior guapo rostro. Estando en estas observaciones, mi amiga me preguntó con voz cansada:

Niño, ¿en qué me he equivocado? ¿Por qué ya no me quieren? ¿Por qué ya no sirvo de refugio de enamorados? ¿Por qué me ensucian, me pintan, me rompen y me ultrajan? ¿Acaso dejaron de gustar los trinos de mis pájaros? ¿Ya no gustan los colores de mis flores? ¿Tan mal os he servido?.

Ante estas preguntas y sin poder responder ni consolar los pensamientos de mi adorable amiga, me prometí a mí mismo encontrar la medicina para que volviera a lucir el esplendor de antaño, cuando era punto de encuentro de abuelos, niños y enamorados, para que los rojos pacíficos lucieran en su verdosos pelos, para que al pasar el Señor de La Cañada se sintiera orgulloso de verla allí, con su peina de palmeras esperando su llegada, para que los murguistas y chirigoteros cantaran coplillas y la hicieran reír de gozo ante la algarabía y el tronar de sus pitos y fanfarrias.

Me despedí de ella con una sonrisa por confortarla y una lágrima en el corazón, pero con la firme promesa de lo antes mentado.

A MI AMIGA DEL ALMA: EL JARDIN DE LA CARRERA.

Atentamente;

El niño Gilena.

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